La tensión en el palacio era un frágil hielo sobre aguas profundas. Los gestos silenciosos de Adriano habían creado una tregua incómoda, pero la herida entre él y Alexandra seguía abierta y supurante. Aurora, atrapada en medio de esa quietud cargada, era la única que se movía con naturalidad, una pequeña llama de vida en medio de la escarcha.
Sofia, por su parte, se había vuelto más audaz. La ruina de los Devereux y el silencio de Adriano la habían hecho sentir, erróneamente, impune. Creía que su plan había funcionado mejor de lo esperado: no solo había separado a la pareja, sino que Adriano, sumido en su culpa, no se atrevía a enfrentarla. Se paseaba por los límites de la propiedad con una arrogancia renovada, como un buitre esperando el momento de lanzarse sobre los restos.
Esa tarde, Alexandra tenía una cita con su médico. Era su primer control prenatal y había ido sola, rechazando con una frialdad cortante la oferta de Adriano de acompañarla. Él se había quedado en el palacio, tra