La confrontación con Victor y la ruina de los Devereux no trajeron consuelo a Adriano. Eran actos necesarios, una limpieza de la toxicidad que los rodeaba, pero no derretían el hielo que Alexandra había construido a su alrededor. Comprendió que los grandes gestos, las disculpas grandilocuentes y los regalos caros solo la alejaban más. Eran ecos de su antigua arrogancia, del hombre que creía que todo tenía un precio.
Si quería, no recuperarla—sabía que esa palabra era demasiado ambiciosa—, sino tal vez, solo tal vez, merecer el derecho de estar cerca de ella y de su hijo por nacer, debía cambiar de estrategia. Debía ser silencioso, paciente y genuino.
Comenzó con lo más simple: el espacio.
Notó que Alexandra a veces leía en una butaca junto a la ventana del corredor este, donde el sol de la tarde era más cálido. Una mañana, encontró allí una mesita auxiliar de estilo vintage que no estaba antes. Sobre ella, un jarrón con una sola girasol, su flor favorita, y una lámpara de lectura de c