El grito de Alexandra cortó el aire como un cuchillo. Sofia se volvió, y por primera vez, el desdén en sus ojos fue reemplazado por un destello de miedo genuino. No estaba frente a la joven sumisa que había conocido. Estaba frente a una furia.
Alexandra no corrió. Caminó hacia ellas con una determinación glacial, cada paso una promesa de violencia contenida. Se arrodilló junto a Aurora, que sollozaba abrazando su pierna, y con una ternura que contrastaba brutalmente con la tensión del momento, examinó la mejilla enrojecida de la niña.
—Shhh, *cucciola*, ya está —murmuró, su voz era suave para Aurora, pero sus ojos nunca se despegaron de Sofia—. Mamá está aquí. Nadie te va a hacer daño.
La palabra "mamá", dicha con tanta posesión natural, hizo que Sofia se estremeciera de rabia.
—¡Suéltala! ¡Esa es mi hija! —vociferó Sofia, recuperando algo de su arrogancia.
Alexandra se levantó lentamente. Su estatura no era tan imponente como la de Sofia, pero en ese momento, parecía gigantesca. La e