Un mes había pasado desde su llegada a Venecia. Un mes de silenciosas cenas, de paseos por los canales con Aurora, de mañanas dedicadas a sus estudios en la soledad de la biblioteca del palacio. Alexandra había encontrado una frágil rutina, un equilibrio precario entre su rol de madrastra y su última esperanza de identidad a través de los libros.
Esa tarde, un sol tímido de primavera se colaba por los ventanales de la galería interior, iluminando los retratos familiares. Alexandra estaba sentada en un diván, con su tableta y sus apuntes de Historia del Arte esparcidos a su alrededor. Aurora, a su lado, coloreaba con fervor un dibujo de un palacio que se parecía sospechosamente al suyo, pero con un arcoíris gigante en el cielo.
—¿Y este quién es? —preguntó Alexandra, señalando a un caballero con armadura plateada en uno de los cuadros.
—Es el bisabuelo de papá —respondió Aurora con seriedad—. Dicen que luchó contra un dragón.
—Debe de ser de donde tu papá saca su… fuerza —murmuró Alexa