La bofetada invisible que Adriano le había propinado en la galería ardía en la mejilla de Alexandra durante días. No era un dolor punzante, sino una brasa constante de humillación y rabia. Sus palabras, "los activos no tienen sueños", resonaban en sus oídos cada vez que abría un libro, cada vez que Aurora le sonreía, cada vez que se ponía uno de los vestidos carísimos que Ginevra elegía para ella. Era un recordatorio de que, para él, ella era tan desechable como un mueble antiguo que hubiera perdido su lustre.
Había obedecido. Había recogido sus apuntes y su tableta y se había retirado a su suite, estudiando entre esas cuatro paredes opulentas que cada vez se sentían más como una celda. Pero la obediencia, esta vez, no venía acompañada de resignación. Venía cargada de una determinación silenciosa que crecía con cada hora que pasaba encerrada.
No podía permitir que le arrebatara eso. Si cedía en esto, en lo único que le quedaba de su antigua identidad, entonces sí que se convertiría en