El *Caffè Florian* en la Piazza San Marco bullía con la energía de la tarde veneciana. Bajo los techos dorados y entre los espejos centenarios, turistas y lugareños se mezclaban en un murmullo polifónico. En una mesa estratégicamente ubicada en la logia, lejos de las miradas más curiosas, tres hombres llamaban la atención.
Adriano tomaba un espresso solo, su mirada ausente perdida en el ir y venir de las palomas en la plaza. Frente a él, sentados con la desenfadada elegancia de quien ha nacido en la opulencia, estaban sus dos amigos de toda la vida: Leonardo "Leo" Valenti y Matteo Russo.
Leo, heredero de una firma de moda milanesa, era la extravagancia personificada. Llevaba una chaqueta de seda estampada que habría parecido ridícula en cualquier otro, pero que en él parecía la elección más natural del mundo. Matteo, en cambio, era la sobriedad hecha hombre. Abogado de empresas y el más sensato del grupo, vestía un traje azul marino impecable y observaba el mundo con una inteligencia