La noche pesaba sobre la cabaña como una sombra espesa. Afuera, el viento golpeaba los árboles con fuerza, haciendo crujir las maderas viejas. El fuego se había apagado hacía horas, y el aire frío se deslizaba por las rendijas de las paredes como si buscara meterse bajo mi piel.
Dormía.
O algo parecido a dormir.
Mi cuerpo reposaba, sí, pero mi mente estaba atrapada en una espiral oscura, donde el miedo era real y el dolor tenía voz.
Soñaba que el Consejo me encontraba.
Que abrían la puerta de la cabaña con violencia, arrancándome de la cama, arrastrándome mientras mi cuerpo luchaba sin fuerza. Veía rostros sin forma, todos con los ojos del juicio, todos con garras en vez de manos. Sentía que me separaban de mis hijos, que me los arrancaban del vientre con palabras crueles: “Nunca debieron existir.”
Y entonces él aparecía.
Cael.
Mirándome desde la distancia, rodeado de soldados, con esa expresión que tantas veces soñé: fría, ausente.
Y sus labios decían: “Esto es por el bien del reino.