El bosque parecía interminable, un laberinto oscuro y opresivo que se extendía en todas direcciones. Las ramas desnudas, retorcidas por el tiempo y el viento, se curvaban como garras esqueléticas en la penumbra creciente, sus sombras danzando y retorciéndose sobre el suelo cubierto de hojas secas y musgo húmedo. Cada sombra, cada eco del viento entre los árboles, era un recordatorio fantasmal de lo que había dejado atrás: su reina, su reino, su orgullo herido y su trono usurpado. Llevábamos corriendo desde hacía horas, una fuga incesante y agotadora, sin detenernos más que para realizar breves y tensas verificaciones de nuestras rutas, para ocultar meticulosamente nuestros rastros entre la maleza o para asegurar, con la paranoia de los fugitivos, que nadie nos seguía, que la larga y traicionera mano de Henrik aún no nos alcanzaba. El aire frío de la noche, aunque limpio y purificador, no lograba disipar el hedor a peligro inminente que se aferraba a nosotros. Pero por más que el cuerp