La melancolía se aferró a Cael como una sombra, tejiendo un manto de tristeza que se arrastró con él por los corredores de su fortaleza. El frío metal de las paredes ya no era un recordatorio de su poder, sino un eco de su soledad. Cada grieta en la piedra era una cicatriz, un recuerdo de lo que había perdido: su manada, su reino, y lo más doloroso de todo, a Ava. La mujer que amaba, la luna de su noche más oscura, ahora era solo un recuerdo que ardía con una intensidad agridulce.
Habían pasado meses, tal vez años, desde que la había visto por última vez. La última vez que había sentido su calor, la última vez que había inhalado su aroma a flores silvestres y lluvia de verano. El exilio era un castigo brutal, no por la distancia, sino por el silencio. El silencio de su voz, de sus risas, del suave murmullo de sus palabras de aliento.
Cael se detuvo frente a una ventana, el cristal helado contra la palma de su mano. Afuera, el sol del crepúsculo pintaba el cielo con tonos de naranja y