El bosque parecía interminable, un laberinto oscuro y opresivo. Las ramas desnudas se curvaban como garras esqueléticas en la penumbra creciente, sus sombras danzando y retorciéndose en el suelo cubierto de hojas. Cada sombra, cada eco del viento, era un recordatorio fantasmal de lo que había dejado atrás: su reina, su reino, su orgullo herido. Llevábamos corriendo desde hacía horas, sin detenernos más que para realizar breves y tensas verificaciones de nuestras rutas, para ocultar meticulosamente nuestros rastros entre la maleza o para asegurar, con la paranoia de los fugitivos, que nadie nos seguía, que la larga mano de Henrik aún no nos alcanzaba. Pero por más que el cuerpo resistiera, que los músculos ardieran y los pulmones gimieran por aire, era la mente la que comenzaba a quebrarse bajo el peso de la culpa y la incertidumbre.
Ava.
Su nombre era un eco constante en mi mente, un mantra doloroso que se repetía con cada paso. Cada paso lejos de ella se sentía no solo como una separ