El norte lo llamaba, no con el grito de la batalla que se avecinaba, sino con el susurro antiguo de la tierra que había sido su hogar, el eco de un amor que el tiempo y la distancia no habían logrado apagar. Cael se movía como una sombra entre los árboles, su esencia contenida, sus pasos ligeros sobre la alfombra de hojas secas. Cada fibra de su ser estaba tensa, no por el miedo, sino por la cautela. No podía permitirse dejar rastro, no ahora que la esperanza de su reencuentro ardía con una intensidad casi dolorosa en su pecho.
El viento, que antes le traía el frío abrazo de la soledad, ahora le susurraba promesas. Llevaba consigo el aroma de la tierra húmeda, el dulzor de las últimas flores de otoño, y, más importante aún, un rastro apenas perceptible, pero inconfundible, de Ava. Era un perfume que se había grabado en su alma, una mezcla de sándalo, jazmín y algo tan singularmente suyo que le hacía temblar. Se aferró a ese hilo invisible, dejándose guiar por él a través de bosques de