Pasé la noche en vela, acurrucada en el sofá frente a la ventana. El coche negro permaneció en su puesto hasta el amanecer. No era protección; era una exhibición de control. Un recordatorio de que mi "libertad" tenía correa.
Al salir el sol, el coche se fue con precisión militar. No era un abandono; era un relevo. Esa eficiencia me enfrió la sangre más que cualquier amenaza directa.
El segundo día en el hospital fue una tortura refinada. Romina había perfeccionado su acoso: ahora usaba sonrisas dulces mientras deslizaba puñaladas. "Qué valiente volver, doctora Montalbán", me dijo en el ascensor. "Después de... bueno, de su estancia prolongada fuera. Uno pensaría que con sus nuevas conexiones buscaría un ambiente más... exclusivo".
Cada palabra era un dardo envenenado. Ella sabía. Sabía exactamente dónde había estado y con quién. El mismo Félix que le pagó para seducir a Darío ahora era mi sombra, y ella disfrutaba recordármelo.
Darío, por su parte, me trataba como a un fantasma. Su mi