La nueva casa era un espejo de Félix: impoluta, controlada, fría en su perfección. Pero en la intimidad del dormitorio principal, el aire aún olía a sexo y a piel sudorosa. A rendición. Aceptar ser su sumisa había sido como soltar un lastre que no sabía que cargaba. Una entrega que, en la cama, bajo sus manos expertas, había sentido como libertad.
Pero la luz de la mañana era cruel. Iluminaba las grietas en mi euforia.
Félix ya estaba vestido, de pie frente al ventanal, su silueta recortada contra el amanecer. Me observaba a través del reflejo en el cristal.
—Isabella te contactó —dijo, sin preámbulos. Su voz era calmada, pero era la calma de un general antes de la batalla.
Me incorporé, tirante, la sábana apretada contra el pecho. El placer residual se evaporó, reemplazado por una alerta familiar. ¿Cómo lo sabía? El mensaje estaba en mi teléfono seguro.
—Sí. Quiere almorzar. En su estudio.
—Ve —ordenó. No era una sugerencia. Era la misma voz que usaba para dictar mis límites en el cu