El humo amarillento se enroscaba hacia el cielo prematuramente gris del amanecer, una serpiente venenosa que ascendía desde las entrañas de la tierra. Las débiles alarmas del centro de distribución habían enmudecido hacía rato. Ahora solo reinaba un silencio pesado, mortal. Desde la colina, el edificio parecía una bestia agonizante que exhalaba su último aliento tóxico.
Nadie habló. El rugido de los motores al arrancar sonó como una profanación en aquel silencio sagrado de muerte. Félix puso el todoterreno en marcha y nos alejamos del lugar, dejando atrás el monumento a nuestra destrucción.
Ninguno de nosotros miró atrás.
El viaje de regreso fue un tránsito a través de un mundo transformado. La adrenalina se disipaba, dejando un vacío extraño y un cansancio óseo. Me quité la chaqueta de Félix—ya sudada y manchada—y se la devolví. Él la aceptó sin una palabra, guardándola en el asiento trasero como si fuera un trofeo de guerra.
No fuimos a la mansión. Gael guio al pequeño convoy hacia