La noche nos tragó. El aire frío golpeó mis pulmones como un bofetón, limpiando el olor a pólvora, sudor y miedo que impregnaba el almacén. Detrás de nosotros, el caos seguía creciendo, un crescendo de gritos, disparos y cristales rotos.
Félix no me dio tiempo para recuperar el aliento. Su mano cerró con fuerza sobre la mía, arrastrándome lejos del edificio, hacia la oscuridad protectora de los árboles que bordeaban el complejo.
—¡Rojas! —grité, forcejeando contra su agarre—. ¡Amanda!
—¡Vienen! —gruñó él, sin disminuir la marcha—. ¡Sigue corriendo!
Unos segundos después, oímos pasos pesados tras nosotros. Me giré, el corazón en un puño, pero eran las siluetas de Rojas y Amanda. Rojas semi-cargaba con ella, pero ambos corrían, impulsados por la adrenalina pura.
Nos adentramos en el bosque, tropezando con raíces y ramas bajas en la casi total oscuridad. La luz de la luna se filtraba apenas entre las copas de los árboles, creando un mundo de sombras movedizas y susurros. Finalmente, Féli