Las palabras en la pantalla titilaban, absurdas y aterradoras. «Despiértala.» ¿A quién? ¿A mí? ¿Era una metáfora? ¿Un código?
—¿Qué significa esto? —pregunté, alzando la vista hacia Rojas, cuya expresión era tan legible como una losa.
—Significa que tiene acceso —respondió él, con voz neutra—. A todo. La red, los recursos, los activos. El jefe lo autorizó. Usted es el comando temporal hasta su regreso.
—¿Su regreso? —La risa que me salió fue un sonido amargo, cargado de histeria—. ¡Lo viste, Rojas! ¡Está de rodillas con una pistola en la cabeza! ¡John no lo va a soltar!
—John es un narcisista —replicó Rojas, con una calma exasperante—. No desperdiciará un trofeo así. Lo exhibirá. Lo interrogará. Lo mantendrá vivo para jactarse. Eso nos da tiempo. Tiempo que usted va a usar.
Señaló la tablet. En la pantalla, tras introducir un código que Rojas me susurró, una interfaz austera pero letal se desplegó. Listas de nombres, mapas de propiedades de John, rutas de contenedores, horarios de gua