Mundo ficciónIniciar sesiónLa puerta de reanimación oscila un palmo, como un párpado indeciso. Del otro lado se oyen voces cortas, educadas, con un peso que no es del turno. Dos trajes en el borde del campo. Uno pronuncia mi nombre con cortesía ensayada:
—Doctora Montalbán.
—Estoy —respondo, y también se lo digo a Amanda, que se coloca a mi costado con la precisión de quien ya sabe su sitio.
El SAMU entra con la camilla. A la calle se la reconoce por el olor: asfalto húmedo, metal tibio, una sombra de pólvora vieja. Sobre la camilla, un hombre grande, camisa abierta a tijera, vendas oscurecidas. La respiración busca un ritmo y no lo encuentra.
—Ingreso por herida de bala —dice el paramédico—. Tórax y bajo vientre. En ruta hubo… —mira a los trajes— …compañía.
Octavio Larra aparece sin levantar la voz.
—Montalbán —dice—. Lidera.
Asiento. La palabra me encaja como una pieza que venía suelta desde la mañana.
Romina asoma desde el borde con dos guantes que no son mi talla.
—Protocolo estrictísimo, Clara. ¿Quieres que firme yo algunas indicaciones?
—Mi talla —le digo a Amanda. Ella ya los trae.
—Señores —digo a los trajes—, fuera del campo.
—Nos quedamos aquí —corrige el más ancho, pisando el borde invisible.
Larra gira apenas el cuello.
—Fuera del campo —repite. Obedecen medio paso: lo justo para fingir.
Yo elijo la sencillez.
—Luz. —La lámpara baja.
—Gasa. —Amanda la deja en mi mano.
—Cortar. —La camisa cede con un sonido triste. No pienso en la prenda; pienso en espacio.
El hombre tiembla y luego no. Su mandíbula tiene una curva de otra vida. Me pregunto quién es lejos de esta mesa y vuelvo al aquí.
—Estamos —le digo, bajo—. No te sueltes.
Un celador intenta entrar con un carro. El traje alto lo frena con amabilidad dura. Amanda da un paso, baranda entre mundos.
—¿Nombre? —pregunta Larra.
—Sin identificación —responde el paramédico—. Avenida Miramar. Nos siguieron tres cuadras. Luego nada.
Para mí, nada significa tiempo; para ellos, control.
—Clara —dice Amanda, devolviéndome el foco.
Pienso en el baño, en el vestidor, en Romina. El dolor se acerca como un perro curioso; lo aparto con la mano abierta de la rutina.
—Vamos a box —digo. Quiero bordes.
—Box 2 —responde Larra—. Cirugía en aviso.
Romina levanta el teléfono: —Yo llamo. Protocolo.
—Y Amanda conmigo —añado.
—Con usted —confirma Larra.
Movemos la camilla. Los pasillos miran sin mirar: ojos al suelo, conversaciones cortadas, silencios que pesan más que cualquier ruido. Un traje camina a la par, el otro se adelanta dos pasos y vuelve, como si midiera el mapa del hospital para un dueño que no soy yo.
En el trayecto, Romina logra su pequeña victoria: se acerca lo justo para susurrar.
—Se comenta que anoche… —deja la frase servida.
—No sala —respondo, sin mirarla.
Box 2 espera con luz blanca que no perdona. Cierro la cortina. Quiero ver qué entra y qué sale.
El paramédico me murmura, último detalle antes de irse:
—Traía un anillo en una cadena. Lo guardé en la bolsa.
—Gracias.
La bolsa transparente queda en la mesa lateral. No la abro. No le invento historia. La nombro para mí: presencia.
Amanda ocupa su sitio sin invadir el mío; esa precisión también es amor. Larra reparte tareas con puntería de quien ya vio demasiadas escenas. Romina se cuelga de la circular de control cruzado como de una baranda; anota todo. Decido que esa batalla no se da aquí. Aquí se pelea una sola cosa: que se quede.
Por una ventana alta entra un rectángulo de cielo. Santa Aurelia existe aunque parezca inventada. Este cuarto es una isla, pienso.
—Clara —dice Larra—. Evalúa y me dices. Quirófano está avisado.
Asiento. No soy heroína; soy alguien que elige en el orden correcto.
El hombre abre los ojos una fracción. No hay foco, hay intención. Me encuentra y vuelve a apagarse, como si el cuerpo dijera solo el presente antes de guardarse para después. Algo me ancla.
Un traje asoma medio cuerpo por la cortina.
—Doctora, asegúrese de que no se… —deja la palabra separe en el aire.
—Fuera —dice Larra, sin subir la voz. La cortina recupera su línea.
—Agua —pido. Amanda me da un sorbo. El pulso vuelve a su carril. Puedo.
Desde afuera, Romina tose una pregunta con tono de coartada:
—¿Aviso a banco…? Quise decir: ¿a admisión?
—Octavio coordina —respondo—. Tú, en tu línea.
No es pelea; es límite. Amanda respira como si me pasara una cuerda por la cintura.
El hombre vuelve a abrir medio los ojos. Esta vez hay elección. Los clava en mí. No hay palabra. La palabra vendrá después. La mirada ya se quedó.
Escucho mi propio pensamiento con una claridad que casi duele: aquí soy función. Y esa palabra me devuelve identidad. No me separo. No porque lo pidan ellos: porque elijo estar donde sirvo.
Las puertas del box se cierran con ese sonido hermético que siempre me recordó a frascos sellados al vacío. De este lado, Amanda; del otro, la ciudad que ignora. Larra asiente. Romina prepara un campo con prolijidad útil. El traje ancho se acerca lo justo para que lo oiga sin que el pasillo lo oiga a él:
—Se agradece que no se separe, doctora.
No contesto. Me tatúo el mantra provisorio: no me separo.
El hombre tiembla y después cede a una quietud que no es paz, es tránsito. Yo también cedo a una quietud aparente que adentro es decisión. Falta un paso y lo sé. Pero no lo doy aún. Antes miro una vez más lo esencial: su cara, la manera en que la vida se le aferra a la piel.
—Clara —dice Amanda, muy bajo—. Ahora.
Asiento. Cierro la cortina un centímetro más, como si ese gesto pudiera inventar un segundo de privacidad en un mundo que no lo da. Mi respiración encuentra el carril que buscaba desde el baño del personal.
El reloj del box salta un minuto y la primera decisión ya no puede esperar. Afuera, un teléfono vibra en manos de un traje; adentro, el hombre vuelve a buscar mis ojos como si ahí hubiese una promesa que todavía no sé nombrar.







