Mundo de ficçãoIniciar sessãoEl reloj del box salta un minuto y el mundo decide que no puede esperar más. El hombre respira como si cada inhalación tuviera que negociar su lugar. No digo alardes, digo lo imprescindible.
—Estamos aquí —le murmuro—. Aguanta conmigo.
Amanda entiende mi gramática mínima y la traduce a movimientos: baja la lámpara un poco, me pasa gasa antes de que la pida, limpia sin invadir. Octavio Larra reparte tareas con una autoridad que no humilla; su presencia ordena el aire. Romina ocupa la esquina del protocolo como si fuera un altar; anota cada palabra, no sabemos para quién. Los trajes hacen de pared al otro lado de la cortina.
El hombre vuelve a abrir los ojos una fracción. No es conciencia, es una señal. Me encuentra como quien ubica un faro y, apenas lo logra, su cuerpo cede otra vez a la sombra. Yo me sorprendo hablándole como a mis pacientes más rebeldes: con una firmeza que suena a promesa.
—No te sueltes.
En mi cabeza, una lista: espacio, luz, ritmo. Sostener lo básico, no decorar. La camisa rasgada huele a calle y a pólvora vieja. La palabra «bala» pesa, pero aquí no suma. Lo que suma es que el pecho suba y baje, que la piel recupere un poco de color, que el temblor no sea el principio de un abismo.
—Agua —pido. Bebo un sorbo. No corro; estoy.
Romina carraspea una pregunta como quien pide permiso para existir.
—¿Anoto destino? —insinúa—. ¿UCI? ¿Quirófano?
La miro un segundo y la dejo en pausa; no por desdén, por prioridad. Primero este minuto. Luego el siguiente. El futuro, cuando se pueda.
—Amanda —digo—, sostén aquí. —Ella ya está.
Larra se ubica a mi lado.
—Tienes mi espalda —dice, bajo—. Decide.
El verbo me arropa como un abrigo. Decidir no es grandioso: es cortar opciones. Este cuarto se vuelve isla y yo marco el borde con actos simples. Siento la vigilancia muda de los trajes; también siento, como una corriente, que el pasillo ha aceptado la regla tácita: no me separo.
—Luz —repito. La lámpara baja otro centímetro.
—¿Nombre? —pregunta Larra, más por costumbre que por utilidad.
—Sin identificación —recuerda Amanda, y me mira como diciendo no importa todavía.
En la mesa lateral, la bolsa con el anillo y la cadena brilla con una modestia indecente. Es un objeto pequeño que se empeña en levantar preguntas enormes. Las doblo y las guardo para más tarde.
—Respira conmigo —repito, marcando una cadencia con la mano, como un metrónomo casero.
El hombre obedece a su manera: no mejora, pero no cae. A veces eso es la victoria. Siento la oleada de alivio pelear por subir; si la dejo pasar, me distrae. La contengo con el borde de los dientes.
Desde afuera, los trajes vuelven a asomar su silencio. No dicen nada. Dicen estar. La cortina vibra un milímetro. Amanda la sujeta sin mirar.
—Banco y UCI —enumera Romina—, en alerta. ¿Anoto quirófano «a demanda»?
—Anota que sostuvimos —respondo—. Y que Larra coordina destinos. —Devuelvo la pelota a la cancha correcta.
Larra asiente. No es un elogio, es una confirmación.
Por una ventana alta se cuela un rectángulo de cielo. Santa Aurelia existe aunque aquí parezca inventada. Me aferro a la matemática doméstica que Amanda plantó a la mañana: respirar, pasos cortos, decisiones pequeñas.
—Clara —dice Larra, bajo—. Si en treinta no mejora, nos movemos. —La frase no presiona; marca un borde.
—Treinta —repito, acomodando el mundo dentro de un número.
El segundo 1 es el de situarnos: cada uno ocupa su sitio exacto; Amanda ajusta una almohadilla; yo bajo la luz para que no le ciegue; Romina anota sin interrumpir. El segundo 9 es el del ritmo: mi mano dibuja una ola lenta en el aire y él, desde algún lugar, la intenta. El segundo 17 es el de la voz: me acerco al oído y digo «estoy», como si esa palabra pudiera convertirse en un objeto tangible. El segundo 23 es el de la ciudad: afuera un carro chillido; adentro, la isla.
A la altura del segundo 28, el pecho del hombre deja de pelear contra sí mismo para pelear con nosotros. Apenas, pero se nota. Amanda me mira con esa pregunta que compartimos desde estudiantes: ¿lo sientes?
—Sí —respondo sin hablar. Lo siente ella también.
—Ahora —marca Larra, listo para mover las fichas.
—Dame dos —pido, y los uso sin heroísmo: reacomodo mi mano en su esternón, acerco la lámpara un poco más, dejo que mi voz haga el trabajo que no tienen que hacer las palabras complicadas.
El número que yo sola llevo contado llega a treinta. No es un milagro: es un piso. Con ese piso, cualquier traslado deja de ser una ruleta rusa.
—Listo para traslado —digo—. Arriba, UCI después del pabellón. —Defino camino sin pronunciar las palabras que no ayudan.
Romina alza la vista, sorprendida de que su lapicera haya perdido la iniciativa. Larra hace una seña hacia la puerta; uno de los trajes responde con un movimiento casi militar.
—UCI en alerta —anuncia Amanda, ya con su circuito avisado.
En la mesa, la bolsita con el anillo me saca un segundo del carril. No le inventes historia, me digo. Primero se queda; después preguntamos quién es.
El hombre abre los ojos un instante más largo que antes. No hay discurso; hay intención. Me encuentra. Yo asiento, como si pudiéramos firmar un acuerdo sin papel: voy contigo.
—Clara —susurra Amanda, y me aprieta la muñeca lo justo—. Vamos.
La camilla responde a nuestro empuje como si también hubiera decidido. Larra abre la cortina con el gesto justo; los trajes se apartan un palmo, lo suficiente para no estorbar y para estar. Romina recoge la circular de control cruzado, limpia el exceso de formalidad de su rostro, y empuja un carro de apoyo con la eficacia de quien sí sabe trabajar cuando deja de jugar al ajedrez de pasillo.
El ascensor tarda lo que tardan los segundos cuando uno los mira. El pasillo hasta allí es un himno de pasos, ruedas, respiraciones. No hablo. El silencio, ahora, trabaja para mí.
Al entrar, una vibración corta suena afuera: un teléfono en manos de un traje. No miro. Amanda sí: me lo traduce con una mueca que significa están avisando a alguien. No me suma. Lo suelto.
—Conmigo —le digo al hombre; no sé si oye, pero la frase me ordena a mí—. No me separo.
Volvemos a salir del ascensor hacia un pasillo que huele a metal más caro. Antes de cruzar la última puerta, me permito mirarlo un segundo más: no por morbosa, por brújula. La vida le tira del borde de la piel como si no quisiera perderlo.
—Octavio —marco—, mantén abierto el circuito con UCI. —Él ya lo hizo, pero nombrarlo nos pone a todos en la misma página.
—Hecho —dice, y su voz tiene el peso de lo cumplido.
No invoco términos: invoco acciones. Si alguna palabra grande quiere asomar —shock, hemodinamia, técnica—, la empujo de vuelta a su caja. Lo único que necesito ahora es seguir, sostener, entregar.
El hombre deja escapar un suspiro tan humano que me empiezo a creer mi propia consigna. Tal vez lo que hicimos en estos treinta y dos minutos fue simplemente no soltarlo.
En el umbral aparece una sombra que anuncia lo que vendrá después: pasos rápidos, guantes listos, un «¿qué tenemos?» con tono de quien llega a hacerse cargo. No es el momento de pelear con esa energía. Será el próximo.
—Amanda —le digo—, tú con UCI. —Asiente. Su pulgar, arriba, es mi semáforo verde.
Los trajes nos enmarcan como paréntesis. No hablan. Dicen estar. La isla se mueve, pero no se rompe.
—Nos vemos del otro lado —susurro al hombre. No le prometo nada que no pueda cumplir. Prometo presencia.
La puerta batiente empuja aire frío hacia nuestro pasillo y, del otro lado, una voz afilada pregunta: «¿Qué tenemos?». Yo inspiro, sostengo la baranda con la mano izquierda y, con la derecha, marco un último ritmo.







