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Capítulo 3 —Turno difícil

El hostigamiento no llega como un golpe. Llega como goteo. El buscapersonas vibra tarde en mi bolsillo y a tiempo en otros. Falta un formulario que debería estar conmigo; aparece, qué casualidad, en otra sala. Faltan guantes en mi casillero; sobran en el de al lado. Una auxiliar, amabilísima, me ofrece cubrir un ratito si necesito respirar. Lo dice mirando por encima de mi hombro, para no tocar el tema con los ojos.

Elijo funcionar. Ver al paciente antes que al monitor. Tomar notas claras. Confirmar indicaciones con voz plana. Cada gesto es una cuerda a la que me agarro para no caerme. A una señora le arreglo las medias; a un hombre le traduzco la palabra «ayuno» a una hora concreta; a mí me repito que no voy a dar espectáculo.

En la estación, Romina deja la Circular de Jefatura como quien deja una tarjeta de visita. El sello rojo todavía brilla.

—Control cruzado —dice, cantado—. Desde hoy, co‑registro de indicaciones. Para asegurar calidad. —La última frase no es suya; la toma prestada del papel y la afila con la mirada.

—Perfecto —respondo—. Aquí mi registro. —Escribo claro, despacio, con letra que no permite malentendidos.

Romina apoya el dedo sobre el margen.

—Falta firma de enfermería —recuerda—. Y, si no te molesta, reviso cada indicación antes de ejecutarla. Para tu tranquilidad.

—Para la de los pacientes —corrijo con suavidad.

—Claro —dice, sin soltarme la mirada—. Para todos.

A la hora, el rumor ya corrió tres pasillos: «Clara lloró», «Clara no está para turno», «Clara necesita apoyo». No hace falta escucharlo; basta la manera en que dos residentes cortan una risa cuando aparezco. Me duele. Decido que no van a verme sangrar en público.

Con Amanda diseñamos un pequeño escudo: ella se mueve cerca cada vez que Romina quiere inaugurar conversación. No interrumpe; acompaña. Cada tanto me deja en la mesa una botella de agua que dice «no te caigas» sin escribirlo.

—¿Cinco minutos? —pregunta, bajo.

—Necesito llegar al mediodía sin darle combustible —respondo.

—Entonces, rituales —dice—. Un paciente a la vez. Un papel por vez. Una verdad por vez.

Obedezco esa aritmética sencilla. Atiendo a Don Ernesto, que hace chistes malos para disfrazar el miedo; a Doña Marta, que me toma la mano con una autoridad que me recuerda a mi abuela; a un adolescente que me pregunta si «va a doler» y yo, por primera vez hoy, logro decir «poquito» sin mentir.

De vuelta en la estación, Romina se ha apropiado del clip de la circular como si fuera un cetro. Lo usa para señalar mis hojas.

—Tu indicación de líquidos —dice—. Quizá convendría dejarlo anotado también en la pizarra.

—Ya lo anoté —respondo. Señalo la pizarra. La letra, nítida. La fecha, clara.

—Qué responsable —celebra. Anota ella por segunda vez, como si la primera no existiera. Copiar también es una forma de tocar territorio.

El Dr. Octavio Larra aparece con su carpeta que siempre parece un dictamen. Mira la circular, mira a Romina, me mira a mí.

—Cumplan —dice, seco—. Y no conviertan una norma en un chisme. —Se va tan rápido como vino; deja el olor de su colonia y una frase que podría ser cuchillo o venda.

Cuando Larra desaparece, Romina sonríe igual.

—Ya lo oíste —dice—. Cumplir.

—Lo mío está cumplido —respondo—. Lo otro es decorado.

—El decorado también es hospital —replica. Y se aleja, satisfecha.

Me prometo no pelear hoy esa guerra. Hay batallas que se ganan con constancia, no con volumen. Escribo. Reviso. Respiro.

Una familiar se acerca con una inquietud que no es suya.

—Disculpe, doctora… ¿usted está bien? —Pregunta con esa voz de quien no quiere meterse pero ya se metió.

—Estoy aquí —respondo—. Y estoy para usted.

La mujer asiente. La frase no la deslumbra, pero la calma. A veces basta.

En el cuarto de insumos, mientras busco gasas, escucho dos voces detrás de la puerta entornada.

—No es mala —dice una—, solo que hoy… no está.

—Por su bien —responde otra—, habría que pasarle menos carga.

No empujo la puerta. No me convierto en espectadora de mi propio juicio. Cargo la bandeja. Salgo. Sigo.

Amanda me ata el pelo con la pulsera elástica que guarda en el bolsillo para estos días.

Equipo —dice, apenas.

—Equipo —repito.

Viene medio día. La luz del pasillo cambia de temperatura y con ella la paciencia de todo el mundo. En la sala 3, un monitor pita como si tocara a rebato; no es grave, es insistente. Lo atiendo sin prisa teatral, con la exactitud de quien sabe que el drama se evita en silencio.

Romina aparece en el umbral con un check‑list nuevo.

—Necesito tu co‑firma aquí, aquí y aquí —marca con el clip—. Protocolo.

—Y yo la tuya aquí —señalo mi hoja. Intercambiamos las firmas como dos bailarinas haciendo una reverencia forzada.

—¿Vas a hablar con Darío? —pregunta como al pasar, dejando el nombre sobre la mesa como una sal derramada.

—No es asunto de sala —respondo.

—Cierto —dice—. Pero las emociones entran al hospital aunque no pasen por admisión.

Me muerdo la lengua. No le des nada, repito. No combustible.

La mañana se ensancha. Hago listas mentales: revisar vendajes, pedir exámenes, llamar a admisión por la cama de Doña Marta. Todo con palabras comunes, sin tecnicismos que me separen del sentido. A veces la profesionalidad es solo estar con el cuerpo completo.

En un descanso de tres minutos —mentira consentida que nos regalamos—, Amanda me mira la cara.

—Tu color está volviendo —dice.

—Me lo estoy robando del pasillo —respondo. Y casi sonrío.

—¿Reportamos algo de Romina? —pregunta.

Lo pienso. La respuesta honesta hoy es no. No porque no lo merezca, sino porque no tengo aire para pelear en dos frentes.

—Mañana —digo—. O cuando deje de temblarme el pecho al pasar por el vestidor.

Amanda asiente. No me empuja hacia una virtud imposible. A veces cuidar es esperar.

Vuelvo a sala 3. Un paciente joven me pide si puedo explicarle «como para mi abuela» qué haremos después del almuerzo. Lo hago. Él asiente, se le suelta el entrecejo.

—Gracias, doctora —dice—. Usted habla claro.

Guardo ese halago como una moneda de buena suerte. La saco un segundo después, porque la máquina de rumores no descansa: una TENS trae un paquete de guantes y, como quien no quiere la cosa, comenta que «alguien dijo que hoy no era el mejor día para que yo llevara sala». Sonrío con la educación necesaria para terminar la conversación.

Apenas me doy vuelta, Romina se planta detrás de mí con otra amabilidad.

—Si te cansas, me dices —sugiere—. Por tu bien.

—Si me canso, lo sabe mi equipo —respondo. Miro a Amanda. La tengo.

Me alejo antes de que el aire se vuelva pegajoso. En un rincón vacío, apoyo la frente en la pared fría tres segundos. Cuento: uno, dos, tres. Vuelvo.

El buscapersonas suena tarde otra vez. No corro. Voy. El pasillo entero parece querer enseñarme lo que ya sé: que la humillación también se administra en gotas.

En esa caminata breve, Don Ernesto me detiene con una broma sobre el café del hospital.

—Este café te endurece la lengua —dice—. Úsala para lo que sirve: decir lo justo.

—Aprendido —respondo. Y me sorprendo agradecida.

La hora se dobla sobre sí misma. Una señora pregunta por las visitas; un celador me pide una firma en un vale; Amanda me deja una barrita que sabe a nada pero a mí me sabe a compañía.

Cuando por fin el edificio baja un decibel, el altavoz carraspea y el día cambia de piel:

—Interconsulta urgente. —Pausa—. Montalbán, acuda a reanimación.

Romina deja de sonreír por primera vez en todo el día. Amanda me cruza la mirada: voy contigo. Camino. Al fondo del pasillo, en el borde del área, dos trajes que no son del hospital se paran como muebles pesados.

Me detengo un segundo antes de la puerta. El sobre de la circular roza mi bolsillo; no es mío, pero hoy todo el mundo parece querer recordar qué lugar ocupa. Respiro. Siento el pasillo sosteniéndome como una cinta.

—Estoy —dice Amanda, sin más.

—Estoy —repito.

La puerta de reanimación oscila un palmo. Del otro lado hay voces que no suenan a hospital, pasos que cuentan otra coreografía. No entro todavía. Pongo la mano en el metal frío. La sala, sin saberlo, aguanta la respiración.

Los trajes no miran el monitor: me miran a mí. Y la palabra «urgente» se queda flotando, lista para empujar la siguiente puerta.

Lo que no sabía es que al cruzarla mi vida jamás volvería a ser la misma...

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