El SUV negro se deslizó frente a la entrada principal del Hotel Montclair, donde se celebraba la gala benéfica del HUSA. Faros de cámaras destellaban como relámpagos, iluminando la alfombra roja por donde desfilaban médicos, empresarios y políticos con sonrisas pulidas y miradas ambiciosas. Yo iba al brazo de Félix, sonriendo.
Sonreír era lo único que podía hacer sin que me temblara el cuerpo.
El vestido rojo era una segunda piel, ajustado, elegante, letal. El collar de platino pesaba en mi cuello como un recordatorio constante: era suya, y esta noche todo el mundo lo sabría. Valeria me había enseñado bien. Respiré hondo, proyectando una calma que no sentía, y apoyé la mano en el brazo de Félix. Él me miró de reojo, una ceja ligeramente arqueada, como si supiera exactamente el torbellino que rugía bajo mi máscara de tranquilidad.
—Recuerda —murmuró, inclinándose como si fuera a besarme la mejilla—. Sonríes para ella. Pero obedeces para mí.
No respondí. Solo apreté los dedos sobre su a