La puerta se cerró tras Félix, dejándome sola con el vestido rojo tendido sobre la cama como una promesa sangrienta. Las lágrimas habían cesado, absorbidas por un frío interno que parecía congelar hasta el aire que respiraba. No era tristeza. Era resignación. La clase de resignación que precede a una tormenta.
Valeria no sonrió cuando entré en la suite iluminada por velas. Su expresión era tan impecable como su postura: erguida, precisa, como un arma lista para ser utilizada.
—El vestido —dijo, sin preámbulos—. Pruébatelo.
Lo tomé entre mis manos. La tela era suave, pesada, costosa. Del color de las amapolas oscuras o de la sangre oxidada. Me lo puse en silencio, sintiendo cómo la seda se deslizaba sobre mi piel como una segunda capa de piel ajena. Me quedaba perfecto. Demasiado perfecto.
Valeria se acercó por detrás, sus dedos diestros abrochando la cremallera oculta en el costado. Su tacto era frío, impersonal, pero no brutal. Cuando terminó, me tomó de los hombros y me giró hacia u