Las lágrimas se secaron al instante en mis mejillas, congeladas por el tono de su voz. No era una orden, era un hecho. Lo que viniera a continuación era inevitable. Me levanté del sillón, avergonzada de mi propio desplome, y me sequé la cara con el dorso de la mano. No le daría el gusto de verme destrozada por más tiempo.
Félix entró y cerró la puerta tras de sí. El dosier grueso que llevaba lo dejó caer sobre el escritorio con un sonido sordo y pesado. No parecía enfadado, ni triunfante. Parecía… pragmático. Como un director a punto de repartir los papeles para una obra siniestra.
—Siéntate —dijo, señalando la silla frente al escritorio.
Obedecí. La rabia había sido reemplazada por un vacío frío y nítido. Ya no había espacio para el shock o la negación. Solo quedaba la cruda realidad de mi situación.
—¿Era cierto? —pregunté, mi voz ronca por el llanto—. ¿Lo de mi novio? ¿Lo de ella? ¿Todo fue una prueba?
Félix se sentó frente a mí, entrelazando los dedos sobre el dosier.
—La debilida