El sueño no llegó fácilmente. Cada vez que cerraba los ojos, veía el campo estéril del quirófano clandestino, las manos enguantadas moviéndose con precisión sobre una herida que no debía existir, la mirada impasible del guardia que observaba cada uno de mis gestos. Y la pregunta, esa pregunta que Félix había plantado en mi mente como una semilla venenosa: ¿Importa?
¿Importaba si la historia de la madre y las hermanas del sicario era cierta? ¿Importaba si había salvado una vida por compasión o por manipulación? Al final, el resultado era el mismo: yo había operado. Había cruzado la línea. Y ahora, el peso de esa elección se extendía sobre mí como una losa, más pesada que la fatiga en mis muros.
Me levanté antes del amanecer, el cuerpo aún dolorido por la sesión con Valeria y la tensión de la cirugía. La suite estaba en silencio, pero el eco del mar desde el pequeño dispositivo de audio seguía ahí, como un recordatorio perverso de la belleza que podía existir junto a la oscuridad. Lo ap