La frágil paz que siguió a la estabilización de Emma duró menos de seis horas. El nuevo día llegó con la luz del amanecer filtrándose por las persianas blindadas de la suite, iluminando el agotamiento grabado en los rostros de Clara y Félix. Ella descansaba en su butaca, fingiendo dormir para no preocupar a Anya, quien monitoreaba a los gemelos con devoción silenciosa. Él, en su cama, tenía los ojos cerrados, pero la tensión en su mandíbula delataba una vigilia activa, una mente que no cesaba de calcular movimientos en un tablero que había cambiado de la noche a la mañana.
Fue el suave zumbido del teléfono seguro de Félix, colocado en la mesilla entre sus camas, el que rompió el precario silencio. Un tono personalizado, suave pero insistente, que Clara no reconoció. Una parte de ella supo, con un frío presentimiento, quién era antes de que Félix abriera los ojos y alcanzara el dispositivo.
“Alba,” dijo él, su voz ronca por el desvelo. Activó el altavoz por inercia, un gesto de transpa