El amanecer encontró a Clara dormitando en una asiento junto a la incubadora de Emma, su mano extendida hacia el cristal como si pudiera transmitirle fuerza a través del vidrio. Habían logrado estabilizar a los gemelos durante la noche, pero algo en la respiración de la más pequeña la mantenía en vilo. No era algo que apareciera en los monitores con alarmas estridentes, sino un conocimiento visceral, una sintonía que solo una madre puede percibir.
Anya, cuyas ojeras delataban otra noche de vigilia casi completa, revisaba los últimos registros. "Los niveles de saturación de Emma están en el límite bajo aceptable," murmuró, dirigiendo su informe tanto a Clara como a Félix, quien, desde su cama de hospital, observaba la escena con la misma impotencia que corroía a su esposa. "Podemos mantenerla estable, pero..." Hizo una pausa, buscando las palabras correctas. "Sus pulmones no están madurando al ritmo que deberían. Es la displasia broncopulmonar. Sin una intervención más agresiva, cada r