La llave reposaba sobre la mesilla de noche como un artefacto explosivo. Pequeña, moderna, de metal niquelado, parecía inocente. Pero la palabra escrita en el papel—Curiosidad—la convertía en la cosa más peligrosa de la habitación. ¿Era para el ala este? ¿Era otra prueba? ¿Una trampa para que violara las únicas reglas que me había dado y así tener una excusa para… para qué? ¿Para enfadarse? ¿Para castigarme? ¿O para demostrarme que, en el fondo, yo era tan previsible como cualquier otra persona?
Apreté los puños, clavando las uñas en las palmas. No la tocaría. No le daría ese gusto. Mi curiosidad había sido mi mayor aliada en la medicina, la que me llevaba a investigar más allá de los síntomas obvios. Ahora, se sentía como un punto débil, una cuerda que Santoro podía tirar cuando quisiera.
Pasé la mañana evitando la llave. Pasé horas en la suite médica, esta vez encendiendo la tablet. No podía luchar contra mi naturaleza por completo. Revisé los historiales. Eran tan fascinantes y com