Diez minutos.
Las palabras de Gael flotaban en el aire enrarecido de la suite como una sentencia de muerte digital. Clara podía sentir el peso del reloj invisible contando cada latido, cada respiración. A través de la cámara del dron, veía a Reyes de pie junto a los servidores, inmóvil, observando la pantalla de su terminal con la satisfacción tranquila de un hombre que había plantado una bomba y esperaba su explosión final. No había prisa en él. Solo la paz macabra de quien cree que su misión está cumplida.
Rojas gruñó a su lado, un sonido de impotencia feroz. —Necesitamos a Gael. Solo él puede revertir eso desde la consola maestra.
—Gael está atado y Reyes no va a dejarlo ir —respondió Clara, su mente acelerándose, buscando una ruta donde no parecía haberla. Sus ojos barrieron las pantallas, saltando de los planos de la mansión a los archivos abiertos de Félix, a la imagen de Reyes, el fantasma en la máquina.
Félix. Siempre Félix. Su sombra lo cubría todo, incluso en su ausencia. Su