La quietud de la mansión se volvió opresiva después de la partida de Félix. No era el silencio habitual, sino el de una fortaleza que se apresta para el asedio. Clara lo sentía en el aire: los pasos de los guardias eran más rápidos y numerosos, el runrún de los sistemas de comunicación filtrados desde el estudio de Félix era constante, y hasta la luz que se filtraba por las ventanas blindadas parecía más gris, cargada de presagio.
El video de la ejecución en la clínica había quemado cualquier último vestigio de ilusión. La guerra ya no era una sombra abstracta; tenía un nombre —"El Cirujano"— y un método despiadado. Y a Clara la habían colocado en el centro del tablero, no como una pieza, sino como el premio mismo. O, más precisamente, sus hijos lo eran.
El miedo que la embargó tras ver las imágenes fue un animal vivo que le retorcía las entrañas. Pero, para su propia sorpresa, de las cenizas de ese terror surgió una calma férrea, glacial. Era la misma claridad que la invadía en el qu