Las semanas se deslizaron transformándose en un mes, y la farsa de Clara se perfeccionó hasta volverse una segunda naturaleza. Sus mejillas habían recuperado un tenue color, y sus ojos, aunque carentes de su antiguo fuego, ya no reflejaban el vacío desesperado de los primeros días. La hora en el invernadero era su bálsamo y su campo de entrenamiento. Bajo la vigilancia de Rojas, había aprendido los ritmos de los guardias, los ángulos de las cámaras e, incluso, había logrado identificar una pequeña rendija en el marco de una de las puertas selladas que daba al exterior, por donde se filtraba el canto de un pájaro todas las mañanas. Ese minúsculo sonido se convirtió en su reloj natural, en su recordatorio de que un mundo libre existía, por ahora, solo al alcance de su oído.
Félix, mientras tanto, libraba su propia batalla. La aparente paz interna de la mansión era un frágil espejismo. Los informes de Gael pintaban un panorama exterior cada vez más inestable. Los remanentes del Consejo,