La rutina se instaló en la mansión con la pesadez de un letargo. Los días se medían por los pequeños ritmos que Clara había negociado: el desayuno puntual, la visita del doctor Vendrell, la hora sagrada en el invernadero bajo la mirada impasible de Rojas. Clara era el modelo de docilidad. Comía con apetito, respondía con educación, y su rostro había aprendido a esbozar una serenidad que engañaba a casi todos.
Casi.
Félix observaba. Siempre observaba. A través de los monitores, en sus visitas breves y formales a la suite, buscaba en sus ojos una grieta, un destello de la mujer feroz que había desafiado a Alessio Rossi o que lo había enfrentado con la verdad de Valeria. Pero Clara había levantado un muro tan perfecto que ni siquiera él podía penetrarlo. Solo a veces, cuando creía no ser vista, su mirada se perdía en las dunas y una sombra de infinita tristeza nublaba sus ojos por un instante, para desaparecer tan rápido como había llegado.
Esa noche, como todas, la mansión cayó en un si