El silencio en la suite era tan denso que parecía un personaje más. Clara se había convertido en un espectro de sí misma, moviéndose por las habitaciones con una lentitud estudiada, como si cada paso requiriera una energía que ya no poseía. Los primeros días tras el regreso a la mansión habían sido los más duros. La puerta de acero con su cerradura electrónica era un recordatorio constante, un latido metálico que marcaba los límites de su mundo.
Félix había intentado, en sus primeros y torpes intentos de normalidad, compartir las cenas con ella. Ella se sentaba, inmóvil, frente a la comida exquisita que le servían, y no tocaba un bocado. No por desafío, sino porque el nudo de angustia en su garganta le impedía tragar. Él la observaba desde el otro extremo de la mesa, su mirada una mezcla de frustración y una preocupación que se negaba a admitir.
—Tienes que comer —decía, su voz un eco en la amplia estancia.
—No tengo hambre —era su única respuesta, un susurro plano, sin vida.
Al terce