La luz grisácea del amanecer se colaba por los resquicios de las cortinas blackout, dividiendo la oscuridad en franjas pálidas e impersonales. No había amanecer espectacular, no había canto de pájaros. Solo el lento e inexorable cambio de un negro absoluto a un gris plomizo que no prometía nada bueno. No había dormido. Había permanecido acurrucada en la cama, tensa como un resorte, escuchando cada uno de los suspiros de la casa y reviviendo una y otra vez la visita nocturna de Santoro. Sus palabras seguían grabadas a fuego en mi mente: "El primero del resto de tu vida".
Un suave golpe en la puerto me hizo dar un brinco. No era el clic de la cerradura, sino unos nudillos discretos.
—Doctora Montalbán —la voz de Rojas, serena e imperturbable como siempre, traspasó la madera—. El desayuno está servido en la terraza. El señor Santoro la espera.
¿Terraza? ¿Eso significaba que había acceso al exterior? Un destello de esperanza, irracional y probablemente peligroso, brotó en mí. Me apresuré