La noche envolvía la ciudad como un sudario negro, salpicado de forma intermitente por las luces distantes de edificios que, como colmenas de acero y cristal, guardaban sus propios secretos. A las 22:45, un Audi negro, común hasta la invisibilidad, se deslizaba con fluidez silenciosa por las avenidas desiertas del distrito financiero. Félix iba al volante, sus manos firmes sobre el cuero, su rostro una máscara de granito iluminada por el tenue resplandor azulado del tablero. No llevaba guardaespaldas. Esta reunión, esta transacción en la penumbra, requería la máxima discreción, un nivel de intimidad tóxica que la presencia de Rojas o de cualquier otro hombre habría contaminado. La presencia de un escolta habría sido un mensaje de desconfianza, un guantelete arrojado, y Félix no podía permitirse ese lujo. Necesitaba desesperadamente el hilo que solo Valeria podía entregarle, y para obtenerlo, debía adentrarse en su tela de araña y jugar su juego, al menos en apariencia.
El "lugar habit