La luz de la mañana encontró a Clara en el gimnasio de la clínica, golpeando un saco de boxeo con una furia contenida que no era solo por Samuel Corvalán. Cada golpe era para el fantasma de su padre, profanado; para la carta, para la sensación de vulnerabilidad. Pero también, en un rincón oscuro de su mente, para la sombra de una mujer que aún no tenía nombre.
Félix la observaba desde la puerta, los brazos cruzados. Admiraba la ferocidad que ahora fluía tan naturalmente en ella. Se acercó cuando ella se detuvo, jadeante, el cabello pegado a su sien sudorosa.
—Gael tiene algo —dijo, ofreciéndole una toalla—. Una coincidencia. O no.
Clara se secó el rostro, conteniendo la respiración. —¿Qué?
—El periodista, Lorenzo Valdés. Hace tres días, antes de que nosotros lo pusiéramos bajo vigilancia, recibió un paquete. Sin remitente. Dentro, una copia de un artículo que él mismo escribió hace seis años, sobre el simposio de Barcelona. Alguien lo había subrayado. Solo una frase: «La verdad, como