La carta de Samuel Corvalán yacía sobre el escritorio de Clara como una serpiente enroscada, cada palabra un veneno que goteaba lentamente en su mente. El estetoscopio idéntico al de su padre había sido retirado por Gael para su análisis forense, pero su imagen permanecía grabada a fuego en su retina. Era más que una intrusión; era una profanación. Corvalán no solo había investigado su vida, había hurgado en sus afectos más puros, en la memoria sagrada que sostenía a la doctora que una vez fue.
Félix estaba al otro lado del despacho, inmóvil como una estatua de ira contenida. La furia que emanaba de él era casi tangible, una onda de choque silenciosa que hacía temblar el aire. La carta había logrado lo que ni las balas ni las traiciones habían conseguido: herirlo en lo más profundo de su posesividad. Alguien se atrevía a reclamar lo que era suyo, no con fuerza bruta, sino con una retórica enfermiza que pretendía resonar en el corazón de Clara.
—No va a intentar acercarse —dijo Félix d