Seis horas no eran nada. Seis horas eran una eternidad. Clara repasó las imágenes hasta que los contornos del tumor se le grabaron en la retina, hasta que podía visualizar cada vaso sanguíneo, cada adherencia, cada milímetro de tejido neural crítico con los ojos cerrados. Era su condena y su salvación: la precisión absoluta que la había hecho famosa era ahora la cadena que la ataba a John.
Un equipo médico entró en la suite. Eran tres: un anestesiólogo de mirada gélida y dos enfermeras cuyos rostros estaban ocultos tras mascarillas y gorros estériles. No hicieron contacto visual. No pronunciaron una palabra de saludo. Eran técnicos, no colegas. Instrumentos humanos para un procedimiento inhumano.
—Es hora —dijo una de las enfermeras, con una voz metálica que parecía filtrada por un sintetizador.
Clara asintió. La vistieron con una bata quirúrgica verde impecable. El tejido, áspero y frío, le recordó al HUSA, pero la comparación era un cuchillo en una herida abierta. Aquí no había jura