El quinto día amaneció con un silencio cargado de presagio. Clara despertó con los músculos tensos, el sueño del modelo sangrante aún grabado en sus retinas. La línea que había tallado en el lavabo esa mañana parecía más profunda, un recordatorio siniestro de que el tiempo se agotaba. El técnico trajo el desayuno, pero Clara apenas pudo tragar un sorbo de café. La tableta con los estudios médicos yacía abandonada en la mesa. Ya no necesitaba más datos. Los tenía todos. La ecuación moral estaba planteada con una claridad brutal.
Fue entonces cuando la pared se iluminó. Pero esta vez, no fue el informe estadístico de Kael. La imagen que apareció era diferente, más íntima y, por ello, infinitamente más dolorosa.
Era una grabación de videovigilancia, granulada pero nítida. Mostraba una celda similar a la suya, pero más pequeña y austera. En ella, una mujer mayor, de rostro surcado por la ansiedad y el cansancio, intentaba peinar el cabello de una niña de no más de seis o siete años. La ni