El sexto día comenzó con el sonido de la puerta deslizándose a las 5:17 AM, según el reloj digital de la mesilla de noche. Clara, que yacía en la cama en un estado de vigilia extenuada, se incorporó de golpe, el corazón acelerado. No era la hora del desayuno.
Era Liam.
Traía consigo el olor de la noche anterior, a alcohol rancio y tabaco, pero sus movimientos eran precisos, controlados. En sus manos no llevaba comida, sino una jeringa precargada con un líquido ambarino.
—Buenos días, princesa —dijo, con una voz ronca por la madrugada—. Ordenes de mi hermano. Chequeo médico.
Clara se encogió contra la cabecera de la cama, llevándose las sábanas al pecho como una barrera inútil. —¿Qué es eso? —preguntó, con un hilo de voz.
—Vitaminas —respondió Liam con una sonrisa burlona—. Para mantener esa mente brillante en perfecto estado. O para ayudarte a relajarte. Depende de cómo te lo tomes.
Se acercó a la cama. Clara intentó retroceder más, pero ya no había a dónde ir. —No lo necesito. Estoy