El auto de Sebastián olía a cuero y a su perfume, un aroma masculino suave que, lamentablemente, conocía demasiado bien. Si cerraba los ojos, casi podía verlo inclinándose hacia ella, justo antes de unir sus labios con los suyos… Y, mientras tanto, ese aroma la envolvía, le llenaba los pulmones, volviéndose una adicción que le había costado superar.
Gemma mantenía la mirada fija en la ventana mientras se dirigían hacia el restaurante.
Estaba convencida de que había sido una mala idea aceptar esa cena. La cercanía de Sebastian era abrumadora, y la hacía sentir… débil. Sin embargo, entendía que, si iban a trabajar juntos, debía aprender a tolerarlo. ¿Y qué mejor prueba que pasar un poco de tiempo con él?
—Debiste invitar a Ginevra a venir con nosotros. Después de todo, parece que ustedes todavía se llevan bastante bien —dijo, girándose hacia él. Quería ver su expresión al pronunciar el nombre de Ginevra.
No tendría que haberlo hecho. Habría sido mejor guardar silencio; ese tema no le correspondía, no tenía por qué importarle nada relacionado con Sebastian. Pero al verlos juntos, tan cómodos el uno con el otro, la curiosidad se le había clavado como una espina incómoda de la que no lograba deshacerse.
Suponía que habían terminado en buenos términos —porque, por supuesto, habían terminado. De lo contrario, Ginevra se habría unido a ellos, incluso sin invitación. No creía que se hubiera quedado tranquila viendo a su pareja salir con otra mujer.
No podía evitar preguntarse si Sebastián y Ginevra seguirían llevándose tan bien, pese a su ruptura, si ella se hubiera enterado de cómo se había comportado Sebastian aquella noche, hacía años... Probablemente no.
Se dio cuenta de que estaba cada vez más tensa. Odiaba recordar lo estúpidamente ingenua que había sido… y lo que más la enfurecía era no haber tenido el valor de confrontar a Sebastián cuando descubrió la verdad. Aún no lo tenía.
—Siempre nos hemos llevado bien. Es una gran amiga.
La expresión de Sebastián no mostraba sorpresa, vergüenza ni mucho menos remordimiento.
Quizá era más cínico de lo que ella había pensado.
—No sabía que se conocían —continuó él, girándose hacia ella un instante con una leve sonrisa—. ¿Qué sucede entre ustedes dos? No parecías muy cómoda en su presencia.
—¿En serio tienes que preguntarlo? —musitó, incrédula—. ¿Cómo esperabas que me sintiera al verla? —Sacudió la cabeza. A diferencia de él ella aún se se sentía avergonzada por lo que había hecho—. No quiero hablar de eso. Quizá sería mejor que me llevaras a casa. Esto fue una mala idea.
—Ni hablar. Me prometiste una cena, y ya no puedes retractarte.
Gemma rodó los ojos, pero no discutió. Volvió a mirar por la ventana, fingiendo que los edificios eran de lo más interesantes.
Por suerte, llegaron al restaurante poco después, y Gemma se sintió aliviada. No esperó a que Sebastián bajara primero; abrió la puerta y salió del auto con prisa.
Había avanzado algunos pasos hacia la entrada cuando él la alcanzó. Se adelantó y empujó la puerta, dejándola pasar primero.
El ambiente cálido la envolvió en cuanto entró. No era un lugar ostentoso, pero sí hermoso y elegante, con un encanto discreto que resultaba acogedor. A un lado, una barra reunía a varios comensales que conversaban con entusiasmo, mientras que el resto del salón estaba decorado con mesas de madera oscura y sillones de cuero marrón que invitaban a quedarse un rato más de lo necesario.
Un hombre del personal se acercó enseguida. Tras saludarlos, los guio hasta una de las mesas junto a la pared.
—Avísenme cuando estén listos para ordenar —dijo antes de alejarse.
Gemma le echó un vistazo al menú, distraídamente. Se moría de hambre, así que no le importaba demasiado qué pedir, siempre y cuando llegara pronto. Su hora de almuerzo se había acortado, y no había tenido oportunidad de comer demasiado.
Levantó la mirada de la carta y sus ojos se posaron en Sebastián. Lo observó en silencio, delineando sus rasgos con la mirada. Un mechón de cabello castaño caía sobre su frente, mientras el resto estaba acomodado en la parte encima. Tenía las cejas gruesas, la nariz recta y los labios delgados. Sus pómulos marcados y el mentón firme le daban un aire intensamente masculino.
—¿Qué vas a pedir? —preguntó Sebastián, sin levantar la vista.
Gemma desvió la mirada de inmediato, como si él la hubiese sorprendido haciendo algo indebido. Aunque era improbable que la hubiera visto observándolo, se sintió expuesta.
—No lo sé. Algo que no tarde demasiado en prepararse —respondió, fingiendo interés en uno de los cuadros que adornaban la pared del fondo.
—¿Estás tratando de escapar de mí otra vez?
Gemma soltó un bufido nada femenino y le lanzó una mirada de desagrado.
Sebastian tenía esa media sonrisa que tanto la exasperaba.
—Estás demasiado pagado de ti mismo. No todo gira en torno a ti. Simplemente me muero de hambre.
Él la miró por encima del borde del menú, aun sonriendo.
—Te recomiendo los ravioles. Tagliatelle al limone. Son mis favoritos y no tardan mucho en prepararlos.
—Tagliatelle al limone será entonces.
Sebastian hizo un gesto para llamar al camarero quien se aproximó d einmediato y tomó sus ordenes.
—¿Les gustaría algo de beber?
—Agua.
—Vino —dijo él al mismo tiempo que ella antes de pedir una botella en especial.
El camarero asintió y se retiró.
—Disfrutaras más de tu comida con un poco de vino. Prometo que no trataré de emborracharte.
—Supongo que una copa no me hará daño —concedió y se encogió de hombros—. ¿Vienes seguido aquí? —preguntó. Hablar era mejor que fingir que él no estaba allí.
—No tanto como me gustaría. Paso mucho tiempo en el laboratorio y a veces me sumerjo tanto en el trabajo que me olvido de todo lo demás, incluso de comer —admitió, encogiéndose de hombros—. Así que cuando salgo tarde, algo que sucede con demasiada frecuencia, termino pidiendo comida rápida… Espero que ese secreto quede entre tú y yo. Si mi madre se entera, estaré en problemas.
—No puedo creer que un niño grande como tú, le tenga miedo a su madre —comentó Gemma con una sonrisa burlona.
Sebastián soltó una carcajada. Un sonido ronco y profundo, mientras sus ojos se iluminaban.
—¿Y a ti no te asusta tu madre? —preguntó él cuando se calmó.
—¿Hay alguien que no le tenga miedo a mi madre?
Su madre era dulce, a veces en exceso, pero también podía tener las ideas más inusuales... y una creatividad temible cuando se trataba de castigos.
—No lo sé. Mia siempre me ha parecido demasiado buena —dijo Sebastian.
—Oh, ella se sentiría halagada de que pienses eso —replicó ella con una sonrisa cómplice—. Pero no dejes que te engañe.
La conversación continuó fluyendo con una ligereza inesperada. Casi agradable. Quizás demasiado.
Entonces, cuando estaba riendo por algo que él dijo, se dio cuenta…
Estaba conviviendo con el enemigo.
Se puso seria de inmediato, como si la conciencia de ese momento la hubiera golpeado sin aviso.
Sebastián la observó con un atisbo de preocupación, como si notara que su humor se había evaporado de golpe.
—Gemma…
Él no tuvo oportunidad de terminar la frase, porque el camarero regresó justo en ese momento con sus platos. Ella aprovechó la interrupción para lanzar una pregunta sobre el proyecto en el que estaban trabajando, desviando la atención.
Por el resto de la cena, se comportó con una cortesía impecable, casi como si se tratara de una cena de trabajo. Y aunque él hizo algunas bromas, ella no volvió a permitirse relajarse otra vez.
Más tarde, al despedirse frente a su departamento, murmuró un escueto adiós antes de girarse y caminar hacia la entrada sin mirar atrás. No se detuvo a pensar cómo Sebastián había llegado hasta allí si ella nunca le había dado la dirección.