Sebastián tenía una sonrisa en el rostro que intentaba disimular. Había pasado los dos últimos días devanándose los sesos, buscando una excusa para verla y hablar con ella.
Después de ir hasta su departamento —como un idiota impulsivo— y no encontrarla, la idea de que hubiera pasado la noche con otro hombre lo había torturado sin tregua. Sabía, por fuentes confiables, que Gemma no había estado con nadie sentimentalmente desde hacía mucho, pero eso bien podía haber cambiado. El solo hecho de imaginarlo lo había vuelto loco. Enterarse de que, en realidad, había cenado con sus padres y pasado la noche allí lo había aliviado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Y aquí estamos —dijo, deslizando la puerta de vidrio hacia un lado para dejarla pasar al laboratorio.
El resto de los miembros del equipo que había conformado ya estaba allí. Al verlos entrar, algunos se levantaron brevemente para saludarlos, dedicándoles sonrisas de bienvenida. Sebastián hizo las presentaciones.
—Y ella es Ginevra, nuestra especialista en bioquímica —dijo, señalando con un leve gesto a la última persona que quedaba por presentar.
La expresión de Gemma cambió apenas un milímetro, un gesto tan sutil que podría haber pasado desapercibido para cualquiera... excepto para él. Aunque su sonrisa seguía en su rostro, había una rigidez nueva en sus hombros.
—Ya nos conocemos —musitó, extendiendo la mano hacia Ginevra.
—Un gusto verte de nuevo —respondió esta, con una cordialidad medida.
Sebastián desvió la mirada de una a otra, captando al instante que algo no encajaba. Sentía que se estaba perdiendo algo muy importante. No sabía qué era, pero lo averiguaría. Solo que no en ese momento.
Gemma se volvió hacia él, con una mirada tan fría que lo descolocó por completo.
—¿Empezamos?
Asintió y les indicó a todos que tomaran asiento. Luego caminó hasta el frente de la sala, conectó su portátil al proyector y abrió la presentación.
—Gracias a todos por venir. Como saben, ya recibieron el protocolo base del proyecto, así que tienen una visión general del trabajo que nos espera durante los próximos meses —dijo, haciendo una breve pausa antes de continuar—. Quiero aprovechar para presentar formalmente a la doctora Vitale, quien estará trabajando codo a codo conmigo. Si en algún momento tienen dudas, comentarios o necesitan apoyo, pueden dirigirse a cualquiera de los dos. Su colaboración será clave para que este estudio avance con el rigor y la calidad científica que requiere.
Volvió la vista al grupo antes de pasar a la siguiente diapositiva.
—Ahora, les explicaré cómo nos organizaremos y cuál será el rol específico de cada uno. —Sebastián empezó a desglosar el plan de trabajo con la ayuda de la presentación. Mencionó plazos, objetivos parciales, flujos de validación, y especificó qué tareas recaerían sobre cada miembro del equipo—. ¿Alguna pregunta?
Tan pronto terminó de hablar, algunas manos se alzaron. Uno a uno, los integrantes del equipo expresaron dudas técnicas y operativas. Sebastián respondió a cada una de ellas sin ninguna vacilación.
Gemma lo observaba en silencio desde su asiento. Evaluaba a cada colaborador con mirada aguda, tomando nota mental de gestos, reacciones, dinámicas. Y lo evaluaba a él también. Sebastián lo sabía. Podía sentir el peso de su atención, fría y analítica, aunque le era difícil adivinar lo que pensaba.
—Si eso es todo, nos vemos luego —dijo Sebastian—. Gemma, me acompañas a mi oficina.
Ella asintió y juntos se alejaron del resto.
—¿Pudiste revisar los expedientes de los posibles participantes? —preguntó él, en cuanto estuvieron a solas.
Sebastian se acomodó detrás de su escritorio y le hizo un gesto a Gemma para que tomara asiento.
—Sí —respondió ella—. En unos días podemos comenzar con las entrevistas de preselección.
—Perfecto.
—Estuve revisando los criterios de inclusión y exclusión que estableciste en el protocolo. Son muy completos, consideraste prácticamente todas las variables de riesgo —añadió, mientras desbloqueaba su tableta—. A partir de eso, elaboré un cuestionario clínico detallado que nos va a ayudar a depurar la muestra final.
Gemma le tendió la tableta y él la tomó, hojeando el documento con interés. No había pasado mucho tiempo, pero ella al parecer había trabajado sin parar.
—¿Cuánto tiempo estimas que nos tomará cada entrevista?
—Unos treinta minutos por participante —respondió ella, sin apartar la vista de él.
Sebastián asintió, leyendo las preguntas del cuestionario en silencio. Gemma había hecho un trabajo meticuloso. Aquello no le sorprendía. La conocía lo suficiente como para saber que no dejaba nada al azar, especialmente cuando se trataba de su trabajo.
—Si pasas a la siguiente hoja —dijo ella con tono sereno—, encontrarás el cronograma de seguimiento clínico. Incluye el número de sesiones previstas para cada fase del estudio. Voy a necesitar algo más de tiempo para profundizar en cada una.
Él deslizó el dedo por la pantalla, concentrado, sin apartar la vista del documento.
—En caso de que durante el proceso detecte signos de desestabilización emocional en alguno de los participantes —añadió ella—, te lo haré saber de inmediato y se suspenderán las pruebas con ese sujeto.
—¿Sabes que eso podría generar retrasos importantes en la recolección de datos?
—Lo sé —respondió ella, con la misma calma firme—. Pero así como quiero que tu proyecto sea un éxito, porque los resultados podrían ser beneficiosos para muchos pacientes, también estoy aquí para asegurarme de que ninguno sufra consecuencias irreversibles para su salud mental. —Lo miró directamente a los ojos, sin desviar la mirada. —Si no estás de acuerdo, aún estás a tiempo de buscar a otro psicólogo para el proyecto.
Sebastián sonrió de lado. Gemma se veía determinada.
—Está bien —dijo simplemente.
Durante las siguientes horas hablaron sin pausa sobre cada fase del estudio, ajustando detalles, discutiendo enfoques. A Sebastián le gustaba escuchar a Gemma hablar y en más de una ocasión se quedó absorto mirándola. Tenía una mente ágil, perspicaz, y una capacidad increíble para recordar información. A veces parecía tener una biblioteca entera en la cabeza.
Gemma también era obstinada, sobre todo cuando estaba convencida de tener la razón. Y aunque Sebastián admiraba esa firmeza, sabía que podía convertirse en un arma de doble filo. Por un lado, lo obligaría a cuestionar su forma de pensar y, a veces, a ceder terreno. Pero también habría momentos en los que tendría que mantenerse firme, porque si no lo hacía, los objetivos de su proyecto podrían verse comprometidos.
Se reclinó en el sofá, estirando los brazos por encima de la cabeza en un intento por relajar los músculos tensos. Soltó el aire lentamente y luego miró su reloj de muñeca. Frunció el ceño, sorprendido. La hora de salida ya había pasado hacía rato.
—Creo que ya hemos trabajado suficiente por hoy. No quiero que me acuses de explotación laboral —bromeó Sebastián, pero no obtuvo ni una sonrisa. Acercarse a Gemma iba a ser más difícil de lo que pensaba—. Te invito a cenar.
—Yo...
—Debes estar hambrienta —la interrumpió, antes de que ella encontrara una excusa—. Vamos, Gemma. Es solo una comida.
Ella soltó un suspiro largo, como si evaluara los pros y contras, y finalmente asintió con un leve gesto.
Sebastián recogió todo con rapidez. Salieron de la oficina en silencio. En el laboratorio solo quedaba Ginevra, que levantó la mirada al escucharlos y le dirigió una sonrisa.
—Nosotros ya nos vamos. Hasta el lunes —anunció él.
Ginevra asintió.
—Hasta el lunes —dijo ella, mientras su mirada se desviaba sutilmente hacia Gemma.