Mundo ficciónIniciar sesiónNaia
El sonido del piano de cola rebotaba en las paredes blancas y desnudas del salón de ensayo, pero para mí, la música ya no sonaba como antes cada nota, cada acorde que solía llenarme el pecho de esperanza, ahora se sentía como un recordatorio constante de lo que estaba a punto de perder. Me apoyé en la barra, sintiendo la madera pulida bajo mis dedos, y miré mi reflejo en los espejos de pared completa. Mis puntas estaban desgastadas, igual que mi ánimo. —Naia, detente un momento lo estás haciendo mecánicamente —dijo el profesor Julian, bajando la tapa del piano. Sus ojos, cargados de una sabiduría cansada, se clavaron en los míos—. ¿Qué sucede? Tu arabesque ha perdido la luz. Me limpié el sudor de la frente con el dorso de la mano y solté un suspiro que me quemó la garganta. —No puedo seguir con esto he venido a decirte que esta es mi última clase. Él se levantó de un salto, cruzando el salón con una agilidad que desafiaba su edad me tomó de los hombros, con una mezcla de sorpresa y desesperación en el rostro. —¿De qué estás hablando? No tienes mucho talento como para no asistir más Eran unas palabras hermosas y yo realmente quería seguir aquí pero sabía que no era posible — No puedo venir más — Susurré con un nudo en la garganta — No puedo pagar más clases — Escúchame solo asiste al evento de la próxima semana vendrán personas muy importantes, cazatalentos de las mejores academias de ballet del país. Tienes el talento, la disciplina... ellos podrían darte una beca completa ñodrías salir de aquí, dedicarte a esto profesionalmente. Era lo que más deseaba en la vida. Forcé una sonrisa triste, una beca no pagaba las facturas de la luz, ni las medicinas, ni la habitación de un hospital. — te agradezco más de lo que las palabras pueden decir por todo el esfuerzo y la dedicación que has puesto en mí pero la vida no espera a que yo sea una bailarina profesional —dije, sintiendo un nudo amargo en el pecho—. Mi abuela... la mujer que me crió, la única familia que tengo, está muy enferma necesito trabajar cada hora disponible para pagar su tratamiento o estar con ella, y estar aquí aunque lo amo, es ahora un lujo que no puedo permitirme, es perder el tiempo que ella no tiene. Julian bajó los brazos, derrotado sabía que no había vuelta atrás. Me despedí de él con un abrazo rápido, mirando el salón con una nostalgia que me partía el alma. Había intentado aguantar lo máximo posible, pero el dinero de las clases privadas ahora era vital para algo más que mis sueños. Salí a la calle y el aire frío de la ciudad me golpeó. Mi trabajo en el club nocturno era mi secreto más oscuro, pero también mi tabla de salvación era irónico y estúpido cómo mis años de formación en el ballet, esa elegancia y control físico, habían terminado sirviendo para que hombres borrachos me miraran en un tubo aunque pagaban ridículamente bien, cada noche me sentía como un pedazo de carne en venta, algo asqueroso que me lavaba con agua caliente al llegar a casa sin lograr quitarme la sensación por completo. Caminé hacia el hospital con el corazón agitado. Ayer había salido tardísimo de The Velvet y el cansancio se me acumulaba en los huesos al entrar en la habitación 402, el olor a desinfectante me revolvió el estómago. Allí estaba ella, tan pequeña bajo las sábanas blancas. Mis padres me habían abandonado cuando era apenas una niña, dejándome en manos de esta mujer que se partió la espalda trabajando para que yo nunca sintiera su ausencia ahora, el cáncer le estaba devolviendo el golpe, estaba avanzado pero los doctores insistían en que la quimioterapia podía darle tiempo y calidad de vida pero nada era económico. Cada sesión era una pequeña fortuna. —¿Naia? ¿Eres tú, mi niña? —preguntó ella con voz débil, abriendo los ojos. —Sí, abuela aquí estoy —le tomé la mano, que se sentía como papel de seda—. ¿Cómo te sientes hoy? Me contó sobre las enfermeras y lo que había comido, tratando de parecer más fuerte de lo que era. Luego, me hizo la pregunta que siempre temía. —¿Y tu nuevo trabajo en la editorial, cómo va? Deben estar explotándote para que trabajes de noche, tesoro. —Va bien, abuela pagan horas extras por organizar los archivos antiguos —mentí, sintiendo cómo el corazón se me encogía—. Tú no te preocupes por nada. Solo descansa. Le di un beso en la frente y me quedé con ella hasta que dieron las siete de la tarde me dio su bendición, como cada noche, y me fui en un taxi a mi pequeña casa, tenía menos de una hora para transformarme. Me duché rápido, tratando de borrar a la nieta preocupada para dejar salir a la bailarina de la noche. Me puse un vestido sencillo, tomé otro taxi y llegué al club. Al entrar, saludé a mis compañeras. Eran mujeres que llevaban años en esto, curtidas por la vida nocturna, mientras que yo apenas llevaba unos días intentando aprender a no llorar frente al espejo. En el camerino que compartíamos, la tensión y el perfume barato llenaban el espacio. Me quité la ropa de calle y me coloqué el diminuto traje que apenas y tapaba mis pezones con encaje negro y pedrería me maquillé con exceso, resaltando mis labios y ocultando las ojeras de la mañana. Finalmente, me coloqué la máscara veneciana que era mi único escudo de privacidad me eché una bata de seda por encima y esperé mi turno, sentada en una silla desvencijada. De pronto, un golpe seco sonó en la puerta pensé que sería el guardia avisando mi turno, pero la puerta se abrió y apareció un hombre que desentonaba totalmente con el ambiente del club iba vestido con un traje negro, elegante y caro, con una expresión neutral en sus manos llevaba un ramo de rosas rojas profundas, casi negras, y una caja de terciopelo. —¿Qué es esto? —pregunté, frunciendo el ceño bajo la máscara—. ¿De quién son? El hombre no respondió simplemente dejó las flores y la caja sobre el tocador, me entregó una nota y se dio la vuelta para salir sin decir una sola palabra. Con las manos temblorosas, tomé la nota. El papel era grueso, de una calidad que no existía en este lado de la ciudad. "Jamás había visto una belleza como la tuya, será un placer para mí conocerte, Naia. — A" Sentí un escalofrío. ¿Cómo sabía mi nombre real? En el club yo no era Naia. Abrí la caja de terciopelo y ahogué un grito era un collar de diamantes que brillaba con una luz que parecía líquida. "Seguro es un viejo baboso de esos que sobran aquí", pensé con rabia, aunque una parte de mí se preguntaba quién gastaría tanto en una bailarina que apenas comenzaba. Guardé el collar y la nota entre mis cosas, justo cuando el encargado gritó mi nombre. Salí al escenario. La música empezó a sonar, un ritmo lento y sensual que me obligaba a moverme. Pero en cuanto me acerqué al tubo, mis ojos se conectaron con un punto en la zona VIP allí estaba él, el hombre del traje a medida de ayer su mirada era de un gris metálico, tan intensa que sentí que me quemaba la piel, no era una mirada de lujuria común, no me devoraba como los demás me observaba con una propiedad absoluta, como si estuviera evaluando algo que ya le pertenecía esa intensidad me hizo estremecer, haciendo que mis movimientos fueran más erráticos por un segundo antes de recuperar el control. Bailé para él, aunque no quería admitirlo giré, me deslicé y mostré mi flexibilidad mientras los billetes caían a mi alrededor al finalizar, me arrodillé para recoger el dinero del suelo era la parte que más odiaba, la más humillante sentir las manos de los extraños cerca de mí mientras recolectaba el pago de mi dignidad. Salí del escenario casi corriendo hoy solo me tocaba un número y quería irme a casa antes de que esa mirada gris me consumiera por completo. Me cambié a toda prisa, me puse mi sudadera y mis jeans, y salí por la puerta trasera del club, respirando el aire frío de la medianoche pero mi huida se detuvo en seco. A pocos metros, el mismo hombre elegante que me había llevado las flores estaba apoyado en un coche negro de lujo que brillaba bajo las farolas. Al verme, abrió la puerta trasera con una parsimonia que me puso los pelos de punta. —Señorita —dijo con voz plana—. Mi jefe quiere verla. El miedo me recorrió la columna como una descarga eléctrica. Empecé a temblar, mirando a ambos lados de la calle desierta. —No... no voy a ir a ninguna parte con usted —logré decir, aunque mi voz me traicionó—. Dígale a su jefe que se quede con su collar. El hombre no se movió, ni se inmutó. —No se asuste, señorita Naia elseñor Belov solo quiere hablar con usted no le sucederá nada malo, se lo aseguro pero le aconsejo que suba mi jefe no es un hombre que disfrute que lo hagan esperar. Miré la puerta abierta del coche. Era como la boca de un lobo. Sabía que en ese mundo, con hombres como el de los ojos grises, "no tener opción" era la única regla real. Si no subía ahora, vendrían por mí de otra forma. Tragué saliva, cerré los puños para ocultar mi temblor y, con un paso vacilante, me subí al interior del vehículo, que olía a cuero y a un perfume de hombre que ya empezaba a reconocer demasiado bien.






