Mundo ficciónIniciar sesiónNaia
El ascensor se deslizaba hacia arriba con una suavidad casi irreal, mientras yo sentía que mi corazón intentaba salirse de mi pecho mis manos, frías y húmedas por el sudor, no dejaban de retorcerse entre sí. El lujo del edificio que acababa de ver desde el estacionamiento era algo que solo existía en las películas, pero estar aquí, subiendo sola hacia lo desconocido, me hacía sentir pequeña, vulnerable y aterrada. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué me había subido a ese coche? Cuando las puertas del ascensor se abrieron, el aliento se me quedó atascado en la garganta. No era un pasillo; era el interior de un lugar que mis ojos jamás pensaron ver. El lujo era abrumador, pero no de esa manera chillona y dorada que veía en el club era una elegancia fría, minimalista y letal casi todo estaba decorado en una paleta de negros, grises profundos y blancos inmaculados. Los techos eran altísimos y los ventanales mostraban la ciudad iluminada como si fuera un juguete a nuestros pies. Entonces, lo vi aparecer desde la penumbra de un pasillo lateral. Reconocí esos ojos grises de inmediato. Eran los mismos que me habían anclado a la tarima la noche anterior, aquellos que me miraban con una intensidad tan cruda que me hacía estremecer. Lo detallé mientras caminaba hacia mí era un hombre alto, de piel clara y una barba de pocos días perfectamente cuidada que le daba un aire de madurez peligrosa caminaba de una forma elegante y suave, casi felina, con una seguridad que recordaba a un depredador que no tiene prisa porque sabe que su presa no tiene a dónde ir su sola presencia inspiraba un respeto absoluto y un miedo instintivo que me erizaba los vellos de la nuca. Se detuvo frente a mí, rompiendo mi espacio personal antes de que pudiera retroceder, tomó mi mano con una delicadeza sorprendente sus dedos eran cálidos y fuertes se inclinó y besó el torso de mi mano, manteniendo el contacto visual. Sentí una descarga eléctrica recorriendo mi columna. Mi cuerpo se erizó por completo. ¿Por qué? me pregunté con desesperación. ¿Por qué un hombre como él, que representaba todo el peligro del mundo, me hacía sentir esta reacción física tan violenta y confusa? Tratando de reunir cada gramo de valor que me quedaba, retiré mi mano con un movimiento brusco, aunque mis dedos seguían temblando. —¿Qué hago aquí? —mi voz sonó más débil de lo que quería—. ¿Por qué me ha mandado a buscar? ¿Qué quiere de mí? Él me observó un segundo en silencio, con una expresión que no lograba descifrar. —Menya zovut Artem Belov—dijo, y el sonido de su voz, cargada con ese acento ruso profundo y vibrante, me provocó un nuevo escalofrío solo había logrado entender su nombre Artem Belov—. Te he traído aquí porque quería conocerte formalmente, Naia. No esperó a que yo respondiera se dio la vuelta y caminó hacia el comedor, asumiendo que lo seguiría sus pasos eran seguros, los de un hombre acostumbrado a ser obedecido lo seguí, sintiéndome como una sombra en su palacio de cristal una cena exquisita esperaba sobre una mesa de mámól: el aroma a comida gourmet se mezclaba con el olor de las maderas nobles y ese perfume que ya empezaba a reconocer. Él tomó asiento y me hizo una seña casi imperceptible para que hiciera lo mismo frente a él.—Come —dijo simplemente—. He mandado a preparar todo especialmente para ti. Me senté en el borde de la silla, nerviosa, con el estómago cerrado por la tensión. No toqué los cubiertos. —No tengo hambre señor Belov. Dígame de una vez por todas qué quiere de mí. Artem soltó un suspiro lento y colocó unos documentos sobre la mesa, deslizándolos hacia mí —Léelo —ordenó con calma. Con manos vacilantes, tomé los papeles mis ojos escanearon las cláusulas rápidamente, pero mi corazón se detuvo al llegar a la mitad de la página. No era solo el dinero. Había una cláusula específica, subrayada y detallada el pago total de los gastos médicos, tratamientos de quimioterapia y una habitación privada en la mejor clínica especializada de la ciudad para mi abuela. Sentí un frío helado recorrerme la espalda levanté la mirada, asustada —¿Cómo sabe lo de mi abuela? —mi voz fue apenas un susurro—. ¿Cómo sabe que está enferma? Él no se inmutó sus ojos grises eran dos témpanos de hielo. —Sé todo sobre ti, Naia sé quién eres cuando no llevas esa máscara en el club, sé lo que necesitas. Sentí que la sangre se me subía a la cara por la invasión a mi privacidad, pero también por la humillación de que supiera mi debilidad me levanté de la silla de golpe, ofendida.— Y estoy aquí para ayudarte —¡Se equivoca conmigo! —exclamé, con la voz quebrada—. No soy ninguna prostituta no me vendo por un año ni por nada y le aseguro que no puede usar la salud de mi abuela para comprarme. Me di la vuelta para marcharme pero no llegué lejos wn un movimiento rápido, Artem se levantó y me tomó firmemente del brazo no me lastimó, pero su agarre era inamovible. —Poslushay menya —susurró, obligándome a mirarlo. Su cercanía era abrumadora. Podía percibir su aroma de maravilla, una mezcla de sándalo y éxito que me mareaba—. No creo que seas una prostituta, Naia si lo creyera, no me habría tomado la molestia de buscar el mejor hospital de este país para tu abuela, solo quiero ayudarte. He visto tus ojos y sé que necesitas una salida. Sus ojos grises me miraban con un detenimiento que me hacía sentir pequeña pr un momento, el silencio fue absoluto. El soltó mi brazo lentamente, pero su presencia seguía llenando todo el espacio. —Quiero que me lleven a mi casa —logré decir, intentando recuperar la compostura mientras mi mente no dejaba de pensar en esa cláusula del contrato Artem retrocedió, dándome el espacio que necesitaba. Sacó una tarjeta de su bolsillo y me la dio, la tomé —Está bien, Naia. El coche te espera abajo —se inclinó un poco hacia mi oído, y su aliento cálido rozó mi piel—. Solo un año yo cuidaré de todo de tu abuela... y de ti. Piénsalo. Caminé hacia el ascensor sin mirar atrás abajo, el mismo auto negro me esperaba con el motor en marcha me subí en silencio, no tuve que dar mi dirección; ya la sabían. Me dejaron frente a mi casa y entré casi corriendo, cerrando la puerta con llave como si eso pudiera dejar fuera el recuerdo de su voz y el hecho de que él conocía mi mayor secreto. Me dejé caer contra la puerta, temblando. ¿Qué era lo que sentía? ¿Estaba asustada? ¿O tal vez halagada? Recordé su propuesta un año y él se haría cargo de todo ñensé en mi abuela, en las facturas, en el cáncer que no daba tregua... y en que él ya había movido piezas para salvarla incluso antes de que yo dijera sí. —No soy una prostituta —me repetí en la oscuridad—. No voy a aceptar. Me prometí a mí misma que no caería en su juego, aunque una parte de mí, muy en el fondo, me gritaba que lo hiciera y lo peor de todo era que esa voz no me gritaba por el dinero... me gritaba por el hombre de los ojos grises que parecía saber más de mí que yo misma.






