Mundo ficciónIniciar sesiónEl olor del salón de belleza era una mezcla de amoniaco, perfumes caros y la promesa de un nuevo comienzo. Me miré en el espejo por última vez antes de que Marc, el estilista estrella de Jimena, soltara la primera descarga de su tijera. Durante tres años, mi cabello había sido una melena larga, recta y castaña, recogida siempre en un moño bajo y severo para parecer "la esposa seria de un CEO".
—Dile adiós a tu vieja tu, querida —susurró Marc con una sonrisa cómplice—. Es hora de que el mundo conozca a la leona. Cerré los ojos. Con cada mechón que caía al suelo, sentía que se iba un pedazo de la Isabella que suplicaba amor. Cuando volví a abrirlos, cuatro horas después, el cambio fue tan drástico que mi corazón dio un vuelco. Mi cabello ahora caía en capas degrafiladas que rozaban mis clavículas, con un tono chocolate profundo iluminado por reflejos miel que hacían que mis ojos castaños parecieran dos pozos de ámbar encendidos. El flequillo lateral le daba un aire de misterio a mi rostro, resaltando mis pómulos, que siempre habían sido altos pero que yo ocultaba tras mis gafas de lectura. Gafas que Jimena ya había tirado a la basura para reemplazarlas por lentes de contacto que hacían mi mirada más intensa y felina. Pero el cambio físico era solo la superficie. Lo que realmente había cambiado era mi postura. Ya no encogía los hombros; ahora mi espalda estaba recta, mi mentón elevado. Me había olvidado de mi. La noche de la gala de Elena Rossi llegó más rápido de lo esperado. Era el evento social del año, el lugar donde la élite se reunía para presumir de éxitos y esconder sus pecados. —Estás lista, Isa —dijo Jimena, entregándome una copa de cristal—. Hoy no vas a entrar como la exesposa de Ricardo Morel. Vas a entrar como la mujer que hará que todos los hombres de esa sala olviden cómo respirar. Me miré en el espejo de cuerpo entero y, por primera vez en mi vida, me sentí poderosa. Llevaba un vestido de seda líquida en color verde esmeralda, un tono que contrastaba de forma vibrante con mi nueva piel bronceada. El diseño era una obra de arte: el frente era de cuello alto y elegante, pero al girarme, la espalda estaba completamente descubierta hasta el inicio de mis caderas, revelando una piel suave y cuidada que Ricardo nunca se tomó el tiempo de acariciar con verdadera devoción. La falda tenía una abertura lateral que, con cada paso, dejaba ver mis piernas largas y torneadas, potenciadas por unos tacones de aguja de doce centímetros que me hacían sentir que caminaba sobre las nubes... o sobre las ruinas de mi pasado. Llegamos al salón de la gala y el murmullo de las conversaciones murió por un segundo cuando puse un pie dentro. Sentí las miradas como dagas, pero ya no me herían. Eran miradas de asombro, de deseo, de envidia. A lo lejos, cerca de la fuente de champaña, vi a Ricardo y a Mateo. Se veían como siempre: arrogantes, rodeados de gente que les lamió las botas. Ricardo lucía un esmoquin que yo misma le había ayudado a elegir meses atrás, y a su lado, aferrada a su brazo como una garrapata, estaba Camila. Ella lucía un vestido rosa pastel, tratando de proyectar una imagen de "madre dulce y delicada", pero sus ojos buscaban ansiosamente ser el centro de atención. Mateo fue el primero en divisarme. Vi cómo su copa se detuvo a medio camino de su boca. Sus ojos se abrieron tanto que creí que se le saldrían de las órbitas. —Ricardo... por todos los cielos, mira eso —murmuró Mateo, golpeando el hombro de mi exmarido. Ricardo se giró con una expresión de aburrimiento que se transformó instantáneamente en una de absoluta estupefacción. Recorrió mi cuerpo con una lentitud depredadora, deteniéndose en el escote de mi espalda y en la línea de mis piernas. Podía ver su mandíbula tensarse desde el otro lado del salón. Sus ojos ardían con una mezcla de lujuria e intriga. No tenía ni la más remota idea de quién era yo. Para él, yo era una desconocida de una belleza impactante, una mujer que nunca habría dejado escapar. —Es una diosa —escuché que decía un hombre a mi lado. Me acerqué a la barra con una elegancia que parecía innata. Jimena se quedó a unos pasos, disfrutando del espectáculo. —Una champaña, por favor —pedí al mesero. Mi voz sonó clara, rica, sin el temblor de la inseguridad. Ricardo empezó a caminar hacia mí, dejando a Camila atrás por un momento. Su magnetismo habitual intentaba envolverme, pero ahora yo tenía mi propio campo de fuerza. Se detuvo a mi lado, y el olor de su perfume amaderado me golpeó, trayendo recuerdos de noches frías, pero los deseché. —No creo haber tenido el placer —dijo Ricardo, usando esa voz aterciopelada que antes me derretía. Sus ojos devoraban mis labios—. Me llamo Ricardo Morel. ¿Y usted es...? Le dediqué una sonrisa enigmática, una que no llegaba a mis ojos. —Una mujer que sabe exactamente quién es usted, Sr. Morel. Aunque veo que usted tiene serios problemas de memoria. Antes de que pudiera responder, Camila llegó a su lado, jadeando por el esfuerzo de seguirle el ritmo con sus tacones. Sus ojos se clavaron en mí, primero con desprecio, luego con una confusión creciente. Analizó mi vestido, mi cabello, mis joyas... y entonces ocurrió. Vi el momento exacto en que la comprensión golpeó su rostro. Sus pupilas se dilataron y su piel se puso pálida bajo las capas de maquillaje. Camila conocía cada rasgo de mi rostro porque se había pasado años estudiándome para saber cómo robarme lo que era mío. El lunar cerca de mi oreja, la forma en que inclinaba la cabeza... nada de eso podía ocultarse tras un vestido caro. —¿Isabella? —soltó Camila en un susurro que sonó como un graznido. Ricardo se puso rígido, su mano, que estaba a punto de rozar mi brazo, se congeló en el aire. Miró a Camila y luego volvió a mirarme a mí con una expresión de horror y fascinación. —¿Isabella? ¿De qué hablas, Camila? Esta mujer no es... —Ricardo se calló. Se acercó más, invadiendo mi espacio personal, buscando en mis ojos a la mujer sumisa que dejó en la calle hace una semana. Sostuve su mirada con un espíritu de resistencia inquebrantable. No bajé la vista. No me encogí. —Vaya, Camila —dije con un tono cargado de sarcasmo—, parece que tú tienes mejor vista que tu... futuro esposo. Aunque supongo que es natural; las serpientes siempre reconocen a su presa, incluso cuando esta ha cambiado de piel. El silencio que se formó alrededor de nosotros fue denso. Mateo, que se había acercado, soltó una exclamación ahogada. —¿Isa? ¿De verdad eres tú? ¡Maldición, Ricardo! ¿Cómo pudiste ser tan ciego? Ricardo no respondía. Su respiración se había vuelto errática. Estaba procesando que la mujer que acababa de desear con cada fibra de su ser era la misma a la que le había arrebatado todo hacía siete días. La satisfacción de ver su humillación pública, aunque fuera silenciosa, fue más dulce que cualquier champaña. Camila, sintiendo que perdía el control de la situación y que la atención de Ricardo se desvanecía, apretó su brazo con fuerza. —Ricardo, vámonos. Esta mujer solo está tratando de montar un espectáculo. Está loca. —La única que está montando un espectáculo aquí eres tú, Camila —respondí, dando un sorbo a mi copa—. Disfruten de la fiesta. Aunque dudo que puedan después de darse cuenta de que el "trámite aburrido" resultó ser el evento principal. Me di la vuelta, dejando que la seda del vestido ondulara tras de mí, sabiendo que los ojos de Ricardo estaban clavados en mi espalda descubierta, quemándola con un arrepentimiento que apenas comenzaba a nacer. Pero mientras me alejaba, vi a Camila llamar a un mesero por el rabillo del ojo. Sus ojos inyectados en odio me dijeron que no se quedaría de brazos cruzados. El juego apenas comenzaba, y ella estaba dispuesta a jugar sucio.






