Mundo ficciónIniciar sesiónLa mirada de Ricardo seguía clavada en mí como si fuera un espectro. Podía sentir el calor de su presencia a mis espaldas mientras me alejaba, una mezcla de deseo y desconcierto que vibraba en el aire. Sabía que lo había dejado en shock. El hombre que me despreció por ser "gris" ahora no podía apartar los ojos de mi piel. Esa era mi primera pequeña victoria, pero el sabor dulce de la revancha pronto se tornó amargo.
Me acerqué a una de las mesas laterales, tratando de que mi respiración volviera a la normalidad. Jimena apareció a mi lado, con una sonrisa triunfante. —Isa, deberías haber visto la cara de Mateo. Y Ricardo... bueno, Ricardo parecía que acababa de ver a un ángel y darse cuenta de que él mismo lo había expulsado del paraíso —rio ella, aunque bajó la voz de inmediato—. Pero ten cuidado. Camila te mira como si quisiera prenderte fuego. —Que lo intente —respondí, aunque un escalofrío recorrió mi espalda—. Ya no tiene nada con qué herirme. Me equivoqué. A unos metros, Camila gesticulaba con furia frente a un mesero joven que parecía intimidado. Vi cómo deslizaba un billete de alta denominación en la chaqueta del chico y señalaba discretamente hacia donde estábamos nosotras. En ese momento, no le di importancia; pensé que simplemente estaba intentando que nos echaran o que nos negaran el servicio. Mi arrogancia recién descubierta me hizo bajar la guardia. —Voy por una champaña —le dije a Jimena—Necesito brindar por mi libertad. Caminé hacia la barra principal. El mesero que Camila había interceptado se me adelantó con una bandeja de plata. —Cortesía de la casa para la mujer más bella de la noche, señorita —dijo el joven, evitando mi mirada. Tomé la copa de cristal tallado. El líquido burbujeaba, inocente y frío. Le di un sorbo largo, sintiendo cómo las burbujas hacían cosquillas en mi garganta. Estaba deliciosa, con un retrogusto ligeramente más dulce de lo habitual. No pasaron ni cinco minutos cuando el mundo decidió empezar a inclinarse. Primero fue un ligero zumbido en los oídos. Luego, el calor. Un fuego líquido empezó a correr por mis venas, pero no era el calor del alcohol; era algo sintético, algo que me hacía sentir la piel demasiado sensible y la mente peligrosamente lenta. Las luces de la fiesta empezaron a dejar estelas de colores en el aire y la música de la orquesta se convirtió en una masa de sonido ininteligible. —¿Isa? ¿Estás bien? Te has puesto muy pálida —la voz de Jimena sonaba como si viniera de debajo del agua. —Me... me siento extraña —susurré, agarrándome del borde de una mesa. Mis dedos se sentían entumecidos—. Necesito aire. O el baño. —Te acompaño —dijo Jimena, pero en ese momento, un conocido doctor la interceptó por el brazo para hablarle de un caso urgente. Jimena intentó zafarse, pero yo le hice una seña con la mano—. Ve... estaré bien. Solo es el mareo. Me abrí paso entre la multitud como pude. El pasillo hacia los baños era largo y estaba menos iluminado. Cada paso me costaba una eternidad. Mi visión se volvía borrosa y una náusea creciente me obligaba a detenerme cada pocos metros. De repente, una sombra se interpuso en mi camino. Era un hombre que había estado observándome desde que entré, un tipo de aspecto elegante pero con ojos de cazador. —Parece que la reina de la noche necesita ayuda —dijo, sujetándome por la cintura con una fuerza innecesaria. Su aliento olía a tabaco y ginebra—. Ven conmigo, preciosa. Conozco un lugar más tranquilo donde puedes descansar. —Suéltame... —traté de empujarlo, pero mis brazos no tenían fuerza. Eran como trapos viejos. Mi espíritu de resistencia gritaba por dentro, pero mi cuerpo me estaba traicionando—. He dicho que me dejes. —Vamos, no seas difícil. Sé que estás buscando diversión —el hombre empezó a arrastrarme hacia una de las salidas de emergencia laterales, lejos de las miradas de los invitados. El pánico empezó a inundarme, pero mi lengua no lograba articular un grito de auxilio. —¡A dicho que la dejes! —Una voz poderosa y cargada de una furia gélida estalló detrás de nosotros. Sentí cómo la presión en mi cintura desaparecía de golpe. Ricardo estaba allí. Sus ojos, que antes me miraban con deseo, ahora eran dos brasas de puro odio dirigidas al hombre que me sujetaba. De un movimiento brusco, Ricardo lo empujó contra la pared. —Si vuelves a ponerle una mano encima, te juro que no volverás a caminar —amenazó Ricardo. Su voz no era la del CEO educado; era la de un hombre protegiendo lo que, en su mente retorcida, aún consideraba suyo. El agresor, al reconocer a Ricardo Morel, balbuceó una disculpa y desapareció por el pasillo. Yo me deslicé por la pared, incapaz de mantenerme en pie. Ricardo me atrapó antes de que tocara el suelo. —Isabella, ¿qué te pasa? ¿Cuánto has bebido? —preguntó, tomándome el rostro con ambas manos. Su tacto, que antes anhelaba, ahora me quemaba. —No... no fue el alcohol —logré decir, con la lengua pesada—... ella... el mesero... Me cargó en sus brazos, ignorando que Camila lo observaba desde el final del pasillo con una máscara de fingida preocupación. —¡Ricardo! ¿Qué haces con ella? ¡Vámonos! —gritó Camila, acercándose rápidamente. —¡Cállate, Camila! —rugió Ricardo sin detenerse— Mateo te llevará a casa. Ricardo me llevó a través de la salida de servicio directamente hacia su limusina estacionada. Me depositó en el asiento de cuero con una delicadeza que nunca me mostró durante nuestro matrimonio. El chofer arrancó de inmediato, siguiendo sus órdenes silenciosas. En la penumbra del auto, bajo la luz tenue de las luces de lectura, Ricardo se sentó frente a mí. Sus ojos no se apartaban de mi rostro. Estaba jadeando, con la corbata deshecha y la mirada perdida en mi transformación. —¿Por qué, Isabella? —preguntó en un susurro cargado de dolor y confusión—. ¿Qué es lo que tratas de hacer? ¿Por qué este cambio? Traté de reírme, pero solo salió un gemido. —Porque esta mujer... siempre estuvo aquí, Ricardo. Pero tú... tú solo querías una sombra que te esperara en casa. No querías una mujer, querías un accesorio que no brillara más que tú. Me incliné hacia adelante, impulsada por la droga que me quitaba los filtros. Me acerqué a su rostro hasta que nuestras respiraciones se mezclaron. —Mírame bien, Ricardo. Mira lo que despreciaste. Mira lo que Camila intentó destruir esta noche porque sabe que nunca, ni en mil años, podrá ser la mitad de la mujer que yo soy. Él tragó saliva, visiblemente afectado. Su mano subió temblorosa hacia mi mejilla, recorriendo el contorno de mi nuevo corte de cabello. —Isabella... cometí un error. Un error estúpido. —Cometiste muchos errores —respondí, sintiendo que la conciencia se me escapaba—. Pero el más grande... fue pensar que podías dejarme en la calle y que yo no encontraría el camino de regreso para cobrarte cada lágrima. Busqué en mi bolso con torpeza y saqué los papeles del divorcio que Jimena me había obligado a llevar para "cerrar el ciclo". Se los arrojé al regazo. —Toma... tu libertad, Ricardo. Pero prepárate, porque a partir de mañana, seré tu peor pesadilla de día y tu mayor deseo en las noches. Ricardo tomó los papeles, pero no los miró. Me miraba a mí. Estaba viendo cómo la mujer que creía conocer desaparecía para dar paso a una desconocida imponente que acababa de declararle la guerra. La limusina se detuvo frente a la casa de Jimena, pero antes de que yo pudiera bajar, Ricardo me sujetó suavemente de la muñeca. —Esto no ha terminado, Isabella. Ni siquiera ha empezado —dijo con una voz que prometía una persecución implacable. Justo en ese momento, la puerta del coche se abrió desde afuera. Jimena estaba allí, seguida de Mateo, quien había conducido tras nosotros. —¡Suéltala, Morel! —gritó Jimena, apartando la mano de Ricardo—. Ya le hiciste suficiente daño por una vida. Jimena me ayudó a salir, mientras Ricardo se quedaba en la penumbra de su auto, apretando los papeles del divorcio con una mano y su propio corazón con la otra. Mateo se acercó a la ventanilla de la limusina, mirando a su amigo con una mezcla de lástima y reproche. —Como saberlo, hermano —susurró Mateo—. La dejaste ir cuando era un tesoro escondido. Ahora que brilla, el mundo entero querrá una pieza de ella... La limusina se alejó, dejando a Ricardo en el vacío de su propia ambición, mientras yo, apoyada en mi hermana, caminaba hacia mi nueva vida, con el veneno de Camila aún en mi sangre pero con el fuego de la victoria ardiendo en mi espíritu.






