La casa de Jimena olía a lavanda y a una libertad que todavía me quemaba en la garganta. Pasé la primera noche en vela, sentada en el balcón, viendo cómo las luces de la ciudad se burlaban de mi miseria. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Camila acariciando a Ricardo. El dolor no era una punzada; era un peso muerto en mi pecho que me recordaba que mi vida entera había sido una construcción de papel.
—Deja de torturarte, Isa —dijo Jimena, apareciendo con una taza de café humeante—. Ese hombre no merece ni un segundo más de tu insomnio. Mañana empezaremos los trámites. Eres abogada, carajo. Empieza a actuar como una.
Tenía razón. Había pasado cuatro años revisando contratos y cláusulas de herencia para la familia de Ricardo, asegurándome de que su imperio estuviera a salvo, mientras mi propia identidad se desvanecía.
Mientras tanto, en el club privado más exclusivo de la ciudad, Ricardo descargaba su frustración contra una bolsa de boxeo. Mateo, su socio y mejor amigo, lo observaba desde la barra, divertido.
—¿Entonces la "ratita de biblioteca" te dio una bofetada? —se burló Mateo, dándole un trago a su whisky—. Debo admitir que Isabella tiene más agallas de las que pensaba. Pero vamos, Ricardo, esto es lo que querías, ¿no? Libertad.
Ricardo se detuvo, jadeando. El sudor le corría por la frente y su mejilla aún mostraba un rastro leve del golpe que le propiné.
—Ella no puede pedir el divorcio, Mateo. No es así como funciona. El acuerdo con su padre incluía cinco años de permanencia para que las acciones de la constructora pasaran a mi nombre. Si se divorcia ahora, habrá un caos legal.
—No si ella firma una renuncia —replicó Mateo con una sonrisa depredadora—. Haz que firme unos papeles donde admita que la separación es por su voluntad y que renuncia a cualquier compensación. Ella es orgullosa, Ricardo. Dile que se vaya sin nada y lo hará solo por dignidad. Así te quedas con las acciones, con la empresa y... bueno, con Camila, que es verdadero bombón.
Ricardo guardó silencio. La idea de que yo me fuera sin nada le daba una extraña sensación de poder, una forma de castigarme por haberle faltado el respeto en su propia mesa.
Siete días después, regresé a la mansión para recoger el resto de mis pertenencias. El aire se sentía viciado, cargado de recuerdos que ahora me daban náuseas. Ricardo me esperaba en su despacho, rodeado de ese lujo frío que siempre lo caracterizó.
—Aquí tienes —dijo, lanzando una carpeta sobre el escritorio de caoba—. Los términos del divorcio. Si los firmas ahora, no habrá juicios largos ni escándalos para tu familia.
Abrí la carpeta y sentí cómo la bilis subía por mi garganta.
—¿Una cláusula de renuncia total? —pregunté, incrédula—. Ricardo, yo trabajé en la reestructuración de tu firma de abogados durante dos años. Mis estrategias te ahorraron millones. ¿Y pretendes que me vaya sin nada?
—Tú misma dijiste que no querías mi dinero —respondió él, apoyando sus manos en el escritorio—. Demuéstrame que es verdad. Firma y vete. Ya no haces falta aquí. Camila vendrá esta tarde a instalarse.
El corazón se me detuvo. ¿Tan rápido? ¿Ni siquiera había esperado a que mis huellas se borraran de los muebles?
En ese preciso instante, el teléfono de Ricardo, que estaba sobre la mesa, se iluminó con una notificación. Era un mensaje de W******p. Mis ojos de abogada, entrenados para leer rápido, captaron cada palabra antes de que él pudiera cubrirlo.
"Acabo de salir del ginecólogo. Confirmado: estoy embarazada de un mes. ¡Vas a ser papá! Te espero en casa para celebrar."
El mundo se volvió borroso. Sentí un vacío negro abriéndose bajo mis pies. Un hijo. Ella le daría el hijo que nosotros, supuestamente, no estábamos "listos" para tener. Ricardo siempre me decía que debíamos esperar, que su carrera era lo primero. Y ahora...
Ricardo notó que lo había leído. Por un segundo, vi un destello de culpa en su mirada, pero fue reemplazado rápidamente por esa máscara de piedra que tanto odiaba.
—Isabella, yo... —empezó a decir.
—No digas nada —lo interrumpí. Mis manos temblaban, pero mi voz era un látigo de acero. Mi espíritu de resistencia se encendió como una hoguera—. No te atrevas a darme una explicación.
Tomé la pluma que estaba sobre el escritorio. Mi mano no vaciló. Firmé cada una de las páginas de ese divorcio humillante, renunciando a cada centavo, a cada acción, a cada recuerdo de los Morel.
—Quédate con tu dinero y quédate con tu hijo, Ricardo —dije, arrojándole la pluma—. Pero recuerda este momento. Porque hoy me quitas todo lo material, pero me devuelves algo que no tiene precio: mi libertad. Y te juro que, cuando vuelvas a verme, te arrepentirás de haber pensado que podías dejarme en la calle.
Salí del despacho con la cabeza en alto, aunque por dentro me estuviera rompiendo en mil pedazos. Al llegar al auto de Jimena, que me esperaba afuera, me derrumbé. Lloré con un dolor que nacía de las entrañas, un llanto por la mujer que fui y por el hijo que nunca tendría con el hombre que amé.
Jimena me tomó de las manos, con los ojos encendidos de determinación.
—Se acabó el llanto, Isabella. Ella lanzó su bomba, ahora nosotras lanzaremos la nuestra.
—Ella está embarazada, Jimena... ella ganó —sollocé.
—No, ella se quedó con un hombre que no sabe ser fiel. Tú te quedaste contigo misma —Jimena arrancó el motor—. Ahora mismo vamos al salón de belleza de Marc. Mañana empieza tu nueva vida como abogada independiente. Y te aseguro algo, hermana: el nombre de Isabella volverá a ser respetado, pero esta vez, por tus propios méritos.
Miré por el retrovisor cómo la mansión se alejaba. El desgarramiento era real, pero la satisfacción de haber firmado ese papel sin pedir clemencia empezaba a crecer en mí.