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El silencio de la mansión Morel siempre me había parecido una señal de elegancia, pero esa noche se sentía como el preludio de un funeral. Caminé por el pasillo de mármol, con los tacones resonando como martillazos. Era nuestro cuarto aniversario, una fecha que yo había marcado en el calendario con la esperanza de que, por fin, Ricardo viera en mí algo más que un adorno en su casa.
Al llegar a la puerta de la habitación principal, una duda punzante me detuvo. Pero la puerta estaba entreabierta, y una risa suave, femenina y cargada de veneno, escapó desde el interior. Empujé la madera noble y el mundo se detuvo. Sobre las sábanas de seda que yo misma había elegido, Ricardo dormía profundamente, con el torso desnudo y la respiración pesada de quien ha bebido de más. Pero no estaba solo. Camila, su supuesta mejor amiga, estaba acostada a su lado. Llevaba puesta una lencería roja que gritaba traición. Sus dedos largos y cuidados acariciaban el pecho de mi marido con una posesividad que me revolvió el estómago. —Oh es una pena, pero ya era hora de que te enteraras, Isabella —susurró Camila, sin mostrar un ápice de remordimiento. Sus ojos brillaron con la satisfacción de quien acaba de ganar una guerra. —¿Qué... qué es esto? —Mi voz salió como un hilo roto. Sentí cómo la humillación me quemaba la garganta, una sensación de asfixia que amenazaba con derrumbarme allí mismo. —No seas patética. Sabes perfectamente que tu matrimonio no es más que un arreglo de negocios entre sus familias —Camila se inclinó sobre Ricardo, depositando un beso lento en su hombro—. Él nunca te ha querido. Eres una pieza de ajedrez aburrida en un juego de reyes. Nosotros estamos juntos desde siempre. —¿Desde siempre? —repetí, sintiendo cómo cuatro años de mi vida se desintegraban. Cada cena esperándolo, cada evento en el que sonreí a su lado mientras él me ignoraba, cada vez que sacrifiqué mi carrera como abogada para ser la "esposa perfecta"... todo había sido una farsa. —No te hagas la tonta —continuó ella con una sonrisa maliciosa—. Tu matrimonio fue una obligación. Él me ama a mí, y tú solo eres el trámite que tiene que soportar para mantener la herencia de su abuelo. Miré a Ricardo. Se veía tan tranquilo, tan ajeno al desgarro que estaba ocurriendo en mi alma. En ese momento, algo dentro de mí, algo que había estado dormido bajo capas de sumisión y deber, se rompió. Pero no fue una ruptura de debilidad, sino de liberación. El dolor seguía ahí, pero la ceguera se había terminado. —Tienes razón, Camila —dije, y mi voz cobró una firmeza que la sorprendió. Di un paso al frente, apretando los puños—. El matrimonio es un contrato. Y los contratos tienen cláusulas de rescisión por incumplimiento. —¿Qué vas a hacer, Isabella? ¿Llorar en tu habitación? —se burló ella. —No —respondí, dándole la espalda para no regalarle ni una sola de mis lágrimas—. Voy a demostrarte que esta "pieza de ajedrez" puede jaquear al rey. Salí de la habitación sintiendo que el aire de la mansión estaba contaminado. Me encerré en el cuarto de invitados y, por primera vez en años, no lloré por él. Saqué una maleta y empecé a guardar mis títulos universitarios y mis documentos personales. La Isabella que aceptaba migajas de afecto había muerto en esa cama. A la mañana siguiente, el sol entró sin piedad por las ventanas. Bajé al comedor justo cuando Ricardo aparecía, frotándose las sienes con una expresión de resaca severa. Camila ya se había ido, dejando tras de sí el rastro de su perfume empalagoso y la destrucción de mi hogar. Ricardo se sentó a la mesa y, sin mirarme, exigió lo de siempre. —Dile a la servidumbre que me traiga un café cargado. Tengo una reunión en una hora y no estoy para aguantar tus caras largas, Isabella. Me quedé de pie, frente a él, con una carpeta en las manos. —La servidumbre está ocupada empacando algunas de mis cosas, Ricardo. Y yo no estoy aquí para servirte el café. Él levantó la vista, sorprendido por el tono gélido de mi voz. Sus ojos se entrecerraron. —¿De qué hablas? Camila me dijo que anoche bebí demasiado y que me ayudó a llegar a la cama. No hagas una montaña de un grano de arena. —Camila me dijo mucho más que eso —respondí, dejando la carpeta sobre la mesa—. Me dijo que lo vuestro viene de siempre. Me dijo que soy un trámite aburrido. Y me hizo darme cuenta de que tiene razón. —¿Qué pretendes con este drama? —Ricardo soltó una carcajada seca, llena de esa arrogancia que antes me intimidaba—. ¿Quieres más dinero para tus fundaciones? ¿Joyas? Sabes que este matrimonio no se puede disolver así como así. Nuestras familias no lo permitirían. —No quiero tu dinero, Ricardo. Quiero el divorcio —solté sin rodeos. Él se puso de pie, tratando de usar su estatura para dominarme. —¡No seas ridícula! No puedes pedir el divorcio. Tú no decides nada aquí. En un arrebato de resistencia, tomé la taza de café que la empleada acababa de poner en la mesa y la estrellé contra la pared. El sonido de la porcelana rompiéndose fue como el disparo de salida para mi nueva vida. —¡Conmigo no fuiste capaz de ser un hombre, pero con otra sí tuviste el valor de meterla en mi casa! —le grité, acercándome a él hasta quedar a pocos centímetros de su rostro—. Hoy mismo vas a firmar. No voy a seguir a la sombra de un cobarde que necesita un contrato para tener una esposa. Ricardo se quedó atónito. Nunca me había visto así. Antes de que pudiera reaccionar, levanté la mano y le propiné una bofetada que resonó en todo el comedor. El impacto dejó la marca de mis dedos en su mejilla y un silencio sepulcral en la habitación. —Hoy es el último día que me ves la cara, Ricardo Morel. Salí de la mansión con el corazón latiendo a mil por hora. No tenía nada, pero por primera vez en cuatro años, sentía que lo tenía todo: mi dignidad. Conduje directamente a la casa de mi hermana Jimena. Ella me abrió la puerta y, al ver mi rostro desencajado pero decidido, supo que el final había llegado. —Me engañó, Jimena —le dije, cayendo en sus brazos—. Lo encontré con Camila. Jimena me llevó a la cocina y me sirvió un té fuerte. —Escúchame bien, Isabella. Esto no es el fin, es el inicio. Eres abogada, eres inteligente y eres hermosa. Ese idiota te ha tenido a su sombra porque te tenía miedo. Ahora vas a ejercer tu profesión, vas a ser libre y, sobre todo, vas a cambiar esa imagen de "esposa sumisa" que él te impuso. Vamos a hacer que se arrepienta de cada segundo que te ignoró. Asentí, sintiendo cómo la determinación de mi hermana se contagiaba. Ella tenía razón. Si el mundo me veía como una mujer débil, yo le enseñaría al mundo de qué estaba hecha una mujer traicionada. —¿Pero por dónde debería empezar? —pregunté. Jimena sonrió con malicia. —Por tu libertad. Y por un cambio de look que haga que hasta el mismo diablo se dé la vuelta para mirarte.






