Horus desaparecía con sus hombres y volvió a su carpa real. Era de tarde, Hespéride había dormido a las niñas.
—Otra victoria —dijo ella.
—Sí, otra —comentó él.
Horus se acercó al lecho de las niñas y las miró con ternura. Debía dar fin al imperio y al tirano Atlas para poder protegerlas. No dejaría que les pasara lo mismo.
—Ellas están bien.
—Me alegro mucho… Iré a bañarme.
Horus dio media vuelta e intentó alejarse, pero fue agarrado del brazo. Quedó de frente a Hespéride, contemplando su cabello y ojos púrpuras, así como su rostro manchado.
Hespéride lo detalló con atención. Por su embarazo, desde hace meses que no se besaban o se abrazaban con fervor. Su estado de gravidez había sido un punto de corte en su intimidad y confianza.
—Ahora soy madre, ¿ya no me ves como mujer?
—Claro que sí… Solo te daba tu espacio con nuestras hijas. Te hicieron falta.
—¿Por qué eres tan hermoso? —preguntó ella—. Tú también me haces falta.
Hespéride lo agarró por la nuca y le dio un beso. La oscuridad