Horus observaba con una concentración absoluta las marcas moradas que serpenteaban por el dorso de Hespéride. Sus ojos plateados, usualmente fríos como el hielo, recorrían cada línea, cada espiral que se extendía desde sus hombros hasta perderse en la curva de sus caderas, como un mapa estelar grabado en su piel. El cabello púrpura de ella, aún húmedo del baño, se pegaba a su espalda, acentuando la palidez marmórea de su cutis y el vibrante color de las manchas. Un instinto profundo, bestial, se agitaba en lo más hondo de su ser, una parte de su naturaleza de lobo que solo despertaba con su presencia. Durante años, una apatía glacial había gobernado su relación con las mujeres. La venganza era su única amante, su único propósito, y las doncellas más hermosas de la corte no eran más que sombras indistinguibles. Pero el aroma de Hespéride… era distinto. Lo embriagaba. Era una fragancia compleja y ancestral: olía a tormenta lejana, a tierra húmeda después del trueno, a la oscuridad primi