La tensión entre ellos era un puente vivo, tendido sobre el abismo de sus historias. El beso los había dejado jadeantes, con las frentes unidas, compartiendo el mismo aire cargado de deseo y algo más profundo, algo que olía a destino. Horus aún sostenía la mano de Hespéride, la que minutos antes había sellado con su lengua, como si aquel contacto fuera un ancla a la realidad.
Fue entonces cuando Hespéride, sin apartar su mirada violeta de sus ojos plateados, murmuró dos palabras en una lengua que sonaba a raíces antiguas y noches eternas. No hubo un destello estridente, solo un leve temblor en el aire, como un suspiro de la realidad misma. Su vestido oscuro, bordado con constelaciones inmóviles, y el sostén bajo él se disolvieron en una fina neblina púrpura que se desvaneció antes de tocar el suelo.
Quedó expuesta ante él, con su cuerpo como un lienzo de piel pálida marcado por el arte púrpura de su esencia. Sus senos, voluminosos y pesados, se alzaron con una plenitud que hablaba de