El imperio de Atlas había reaccionado con la furia de una bestia herida. Desde la capital hasta las fronteras más lejanas, las órdenes eran claras: encontrar y exterminar a Némesis. Tropas marchaban sin descanso, los generales enviaban patrullas hacia los bosques, montañas y desiertos donde podía ocultarse. Las brujas invocaban visiones en los espejos de obsidiana, tratando de captar siquiera un destello de la máscara del enemigo. Pero no había rastro. Ni huella, ni sombra.
La recompensa se pregonaba en cada región bajo dominio imperial: millones de monedas de oro para quien diera información sobre su paradero o lo entregara muerto. Aquella cifra descomunal hizo que cazadores, mercenarios y hasta nobles caídos en desgracia se lanzaran a buscarlo, pero siempre regresaban con las manos vacías. Era como perseguir un fantasma.
El nombre de Némesis se volvió sinónimo de misterio y terror. Y cuanto más lo buscaban, más crecía el mito en los pueblos sometidos. Algunos aseguraban que podía ca